PAULA

Hacía ya 7 años que Paula trabajaba en el anatómico forense. Aunque vivió un paréntesis de casi 2 años tras el accidente en el que falleció su novio. Las lesiones sufridas y el golpe psicológico la mantuvieron apartada de todo aquello que se acercara a la muerte. Sin embargo, su profesionalidad prevaleció sobre sus emociones. Es cuestión de enfoque. Igual que el soldado que apunta sobre su objetivo, enfoca el alza alineando la mira. Al fondo, el blanco a abatir. Para el tirador no es una persona, tan solo una silueta borrosa sin nombre tras la mira nítida en su retina. Igual enfoca Paula sus “clientes”, varón, 29 años, 85Kg, 190cm, un cuerpo más, desprovisto de vida en su mesa. En una estancia aséptica con paredes de baldosines blancos y suelo de terrazo que al igual que sus inquilinos no transmiten el menor atisbo de ánimo. El olor a casquería se camufla entre el aroma de los distintos químicos de las estanterías y los utilizados para desinfectar la dependencia. La iluminación artificial y la baja temperatura rematan el aspecto inerte del lugar solo animado por el “Don´t you want me baby” de La Liga Humana que sonaban incansables en los auriculares de Paula.

No es que Paula sea una persona frívola, no siempre se pone música para trabajar. Solo lo hace en las ocasiones que trabaja sobre un cadáver de varón joven. Antes del accidente nunca escuchaba nada que no fuera el choque de los instrumentos manchados de sangre sobre la bandeja. Una vez se hubo incorporado de nuevo a su puesto de trabajo tras el accidente, cuando atendió el primer cadáver de un varón joven, fallecido en accidente de tráfico, un susurro como una leve brisa acarició su oído.

Paula, Paula. – Escuchaba nítidamente como las vocales de su nombre se arrastraban suavemente. Miró sobresaltada a su espalda. Nadie. Buscó con mirada nerviosa alrededor. Nadie. Optó por la explicación más lógica y aséptica posible. El recuerdo de su novio hizo que el subconsciente la jugara una mala pasada.

Continuó con su trabajo. Procedió a realizar la incisión en el pecho del cadáver, la piel se abría al paso del bisturí como el mar lo hace al paso de la quilla de un barco para finalizar el típico corte en “Y” en el pecho del joven hierático en su mesa. – Pauuulaaa…  Pauulaaa. – Volvió a escuchar mientras un escalofrío recorrió su espalda. Esta vez no se volvió. Lo Escuchó claramente. Enfocó una vez más su tarea, no es más que otro cadáver, saco de su bolso los Air Pods y en su lista de reproducción seleccionó reproducir en bucle “Don´t you want me baby». Esta era la misma canción que sonaba en el reproductor de su coche en el momento que lo estrelló contra un árbol, cuando su novio en el asiento de copiloto le dijo que ya no la quería.

La idea era, como en tragedia Shakesperiana, que los dos amantes murieran en un lamentable accidente. Solo que ella en este caso sobrevivió.

Qué le vamos a hacer. – Pensó – Al fin y al cabo, seguir con su vida solo era cuestión de enfoque.

 

 

 

TIC-TAC

Tic-Tac, Tic-Tac. Transcurren los segundos con monótona precisión. Tic-Tac, Tic-Tac. Marcan las horas una detrás de otra y vuelta a empezar. Al fin y al cabo, un reloj es un reloj. Y con la misma monotonía que caen los segundos, caen las horas, los días, los meses… Tic- Tac, Tic-Tac. Monótono artilugio el reloj. O quizás no.

Quizás es como un libro. No hay dos iguales. Quiero creer, aunque algunos sean parecidos, cada uno tiene su historia. La que cuentan y la que encierran. La del autor, el impresor o quien lo compró. ¿Quién y por qué? ¿Por qué compró ese y no otro? ¿Por qué lo encuadernaron en piel, tapa dura o blanda? ¿Por qué el autor escogió ese tema en ese momento?

Los relojes son iguales. Todos marcan la hora. Todos tiene su propia historia. Aristocráticos de bolsillo, deportivos cronógrafos, carrillones, despertadores o el cuco de la abuela. Oro y diamantes o plástico. Maderas nobles o acero. Cada uno tiene su historia. De cuerda, automáticos o de pila. Ilustres como el Big-Ben y entrañables como el de la puerta del sol de Madrid que año tas años despide la nochevieja sin rubor ante la atenta mirada de millones de españoles. Arcaicos como los de sol o arena. A La vanguardia de la tecnología como los inteligentes.

Pero que historia encierra cada uno de ellos. Apasionante aventura nos contaría el reloj que acompañó a Hillary el 29 de mayo de 1953 a la cima del Everest.

El momento histórico en que un reloj anónimo inició la operación Overlord marcando la hora H el 6 de junio de 1944.

Relojes que guardan éxitos como el que marcaba el minuto 116 en la final del mundial de futbol de Sudáfrica. ¿Qué habrá sido de ese reloj?

 

Como un libro abandonado en un cajón, no hay nada más inútil que un reloj que no marque la hora. Pedro siempre pregunta a los vecinos del barrio. – ¿Qué hora es? Es que mi reloj atrasa y no quiero llegar tarde a la partida de dominó en el hogar del jubilado. –

 

Pedro le tiene cariño al reloj que la empresa regaló por los 50 años de dedicación. Los recuerdos que le trae y una modesta pensión es lo que le queda de entonces. Eso y la traición cuando le metieron en el ERE una semana después.

Marta pasa las horas mirando el carrillón de caoba que Joaquín le regalo cuando contrajeron matrimonio. Durante más de 45 años marcó las horas más importantes de su vida. Recuerda que cuando se puso de parto por primera vez, al pasar por el salón camino de la maternidad, marcaba las 3 de la madrugada.

La hora a la que salieron de casa para ser la madrina en la boda de su segundo hijo. O la hora que puso el doctor en el certificado de defunción de Joaquín.

 Hace más de 15 que ya no marca nada porque se paró y hoy nadie fabrica repuestos para un reloj tan vetusto. Sin embargo, ella goza recordando en la esfera del carrillón tantos buenos momentos que sus manecillas marcaron y llorando los malos.

Sí, cada reloj tiene su historia. Y cuando lo miramos vemos la hora, pero lo que realmente nos está diciendo, es que el tiempo pasa. Y que de nosotros depende escribir esa historia. Tic-Tac. Tic-Tac.

Para Helena.
Si tienes un sueño, persíguelo.

Señora Domi.

CUENTOS SUICIDAS IV

-Anda, ve donde la señora Domi y llévala estas cortinas. Quizás le valgan para la ventana de su cocina que es igual de grande que la nuestra

Seguramente esa fuese la última vez que mi madre me mandara ir donde «la Domi». Esa noche dormiríamos en la casa nueva. Mi hermano y yo estábamos impacientes por mudarnos. Éramos la última familia que quedaba por reubicar del “poblado de las casas hechas de noche”. Bueno, nosotros y la señora Domi. Según se fueron mudando los demás vecinos, cada día el poblado era más aburrido. Y los últimos días tediosos, ya que no quedaba ningún chaval de la pandilla con quien jugar.

El poblado se llamaba así porque familias humildes, con escasos recursos se asentaban allí a golpe de construir la casa en una sola noche. Para cuando los municipales se percataban de la presencia de una nueva chabola, ya era tarde para echarlos, pues en la familia siempre solía haber un menor y eso evitaba el desahucio inmediato. Este se podía alargar décadas, ya que se trataba de terrenos baldíos y los propietarios muchas de las veces ni se enteraban, o simplemente el coste de los tramites era muy superior a lo que valían. Para hacerse una idea de lo que se podía prolongar en el tiempo la reclamación, decir que la señora Domi fue la primera en asentarse allí con su marido. Hoy viuda, hace años que vive sola ya que sus hijos hace largo tiempo que no pisan el poblado. Y será la última en salir. Rechazó una nueva vivienda social que le ofreció el ayuntamiento. Cada día que despedíamos a algún vecino al que ya le habían asignado nueva vivienda, ella siempre relataba que pronto vendría alguno de sus hijos para acogerla en su casa.

El realojo comenzó después de muchas manifestaciones, idas y venidas al ayuntamiento. De muchas visitas de diputados autonómicos, incluso de algún candidato a la presidencia del gobierno. En realidad, solo se puso en marcha el plan cuando a causa de la expansión de la burbuja inmobiliaria el precio del suelo edificable superaba con creces el coste del realojo (expropiaciones, subvenciones y mordidas incluidas) y además generaba brutales beneficios a los promotores. Para entonces muchos no conocíamos otro hogar que el poblado. Calles sin siquiera adoquinar, dominadas por el barro cuando llovía. Lluvia que hacía las delicias de los chavales que con barcos de papel jugábamos en las escorrentías. Las mismas escorrentías que en verano odiábamos por fastidiarnos el gol de la victoria por un mal bote del balón.

Una fuente pública abastecía de agua a todo el poblado. Era un monolito de piedra, con un grifo de latón que abría por presión y que solo podían accionar los mayores o “Urtain”. Estaba ubicada en lo más alto del poblado, lindando ya con la civilización. A veces algunos vecinos para llenar barrenos enormes donde lavar la ropa o fregar los cacharros, tiraban mangueras desde el caño para no tener que acarrear con el agua arriba y abajo. Algunos, los más mañosos instalaron en lo alto de las cubiertas un par de bidones metálicos de 200 litros de esos que antes habían contenido aceite para motor. Conectados a una elemental instalación de fontanería abastecía toda la casa. Incluso al inodoro que de inodoro tenía poco ya que era una taza turca.

La casa de la señora Domi era la que mejor acondicionada estaba, ya que como digo fueron los primeros en instalarse allí. Vinieron desde Italia, de la Calabria según escuché una vez a mis padres. De hecho, la señora Domi no se llamaba así. Los chavales creíamos que ese nombre era un apodo por las «enormes domingas» que tenía. Pero en realidad su nombre era Doménica. El marido era un tipo muy reservado. De piel curtida y morena, pelo negro siempre engomado, mirada penetrante con un bigotillo estrecho que le recorría todo el labio. Al principio, se veía que traían pesadas cajas de madera marcadas con una serie de números y letras en pintura negra y  cuyo contenido siempre fue un misterio para nosotros. Luego, comenzaron las ausencias cada vez más largas del patriarca. Hasta que un día tras una visita de unos señores trajeados llegados en un coche oscuro, dejamos de ver por el poblado al marido de la señora Domi. Para entonces, hacía tiempo que no vivían en la casa familiar los dos hijos que con ellos llegaron y que entonces según mis padres contaban 13 y 11 años. Apenas tuvimos trato con ellos, al ser mayores se relacionaban poco. Hacían su vida fuera del poblado y apenas cumplida la mayoría de edad desaparecieron. Unos «piezas» según comentaban las habladurías del poblado. Alguna vez, muy de vez en cuando, coincidiendo con los periodos de ausencia del padre, sobre todo una vez que desapareció, se dejaban ver por el poblado para visitar a su madre en maqueados coches de alta gama que hacían las delicias de la chavalería. Aunque el tiempo entre visitas se fue alargando hasta el punto de que no recuerdo cuando fue la última. También dejaron de visitar a la señora Domi los misteriosos hombres de los coches oscuros. Decían los chavales que se trataba de la policía secreta. Aunque a mi me extrañaba que los secreta tuvieran acento italiano. Mis padres tampoco aclararon mucho sobre este tema, pues los mayores omitían cualquier comentario al respecto. Simplemente callaban y cambiaban de tema.

Por fin llegué a casa de la señora Domi, la puerta abierta como siempre. Según entré grite – ¡Señora Domi, Señora Domi! –

 Ella solía hacer la vida en el patio trasero, muy fresquito en verano. Al pie de las tapias crecían hermosos rosales de diferentes colores. En el centro, lo que ahora era una gran higuera fue lo primero que plantó su marido en el patio cuando llegaron.

– ¡Señora Domi! –  Volví a gritar -Le traigo unas cortinas de parte de mi madre.

Me dirigí al patio y como era de esperar allí estaba. Solo que esta vez la silla de madera de patas torneadas y cáñamo estaba tirada a sus pies. Ella colgaba de la higuera mediante una gruesa soga que rodeaba su cuello. La cabeza ladeada, la lengua fuera de la boca con los ojos que parecían querer abandonar la cara amoratada. Esa cara que, junto con los brazos inertes, los pies suspendidos bajo el faldón negro y sus enormes tetas, que cobraron una apariencia grosera, conformaron un conjunto grotesco.

Después de contemplar la escena durante unos segundos, me encogí de hombros, dejé las cortinas sobre una mesa camilla y volví a la carrera a mi casa, donde mis padres cargaban los últimos enseres en el coche.

– ¿Qué te ha dicho la señora Domi? – preguntó mi madre.

– Nada- Conteste. No fuera que aquella situación fastidiara el traslado en el último momento. Técnicamente no mentí.

-Pobre mujer. Debe ser duro para ella. – Comentó mi padre mientras giraba la llave de arranque del coche.

-Sí. Tenía mala cara. –  Concluí. Esta vez, tampoco mentí.

Y POR FIN SILENCIO

CUENTOS SUICIDAS III

-¿Cómo me has encontrado?

-No te he encontrado. Ya estaba aquí.

-¿Cómo me has encontrado?

-De verdad. Yo ya estaba aquí.

-Intento olvidarme de ti ¿y quieres que crea que me encuentro contigo por casualidad?

-No sé. Tu sabrás Yo solo estaba aquí.

-¿Es que no voy a poder librarme de ti nunca?

-No sé. Solo estoy donde debo estar. ¿Qué culpa tengo yo?

-Ya veo. ¿Por qué no me dejas en paz y me olvidas?

-¿Por qué dices eso? Yo no te hago nada. Simplemente estoy donde debo estar.

-Porque siempre me estas recordando mis putos errores. Siempre me estás recordando cuándo y en que me equivoqué. Don Perfección siempre dejándome en ridículo delante de todos. Recordándome a todas horas lo mediocre que soy.

-¿Perdona? ¿Yo? No. Eres tú el que siempre sacas los temas a colación. Sin venir a cuento. Y no soy Don Perfección ¿Qué culpa tengo yo? De tus ridículos y que pienses que todo el mundo te mira. Que pienses que a todo el mundo le importa lo que haces.

-Quizás tienes razón. Haga lo que haga a nadie le importa. Solo a ti y a mí.

-A mi tampoco te creas que mucho. Solo que siempre estoy por medio.

-¿Ves como me persigues para hacerme la vida imposible?

-Joder que coñazo de tío. Siempre de víctima. De pobrecito. ¿Qué quieres que haga?

-Que me dejes en paz de una puta vez.

-Eso es tu problema. Te repito que yo solo estoy donde debo estar.

-¿No podré librarme nunca de ti?

-Sinceramente, me temo que no. Que eso depende de ti. Y no creo que seas capaz.

-Veras como sí.

-En el mejor de los casos me librarás a mí de ti.

-Te odio. Eres deleznable.

-Tanto como tú.

-Se acabó. Voy a acabar con esta relación de una puñetera vez. No me vas a molestar nunca.

-No creo que te atrevas, ni que seas capaz.

-¿Quieres ver cómo sí?

-Tú mismo. Vas a volver a quedar como un imbécil. Un pobre idiota.

-Me da igual. No volveré a escucharte jamás.

Tras un brusco volantazo, lo último que escucho Juan fue un gran estruendo de chapa retorciéndose y cristales saltando por doquier. Durante unos breves segundos sintió la sangre caliente brotando de su pecho atravesado por un hierro que no alcanzó a identificar. Después oscuridad y silencio. Por fin silencio.

NÁUFRAGOS.

CUENTOS SUICIDAS II

Un náufrago aferrado a una tabla. Así empujaba la silla de ruedas Navia. Sonriente, orgullosa de su hijo Antón, demostrando en ese océano de extraños, que no necesitaba de nadie para sacarlo adelante. Entre tanto, Antón, ausente, babeante con cuello y manos retorcidas, mirada al techo balanceando la cabeza sin sentido. Ajeno a que su marasmo era lo que empujaba a Navia y esta a su vez la silla de Antón. 

Para cuando el padre de Antón los abandonó, Navia había hecho de Antón “su causa”. Sola, con un hijo con parálisis cerebral que sacar adelante, negó autocompadecerse aceptando la tragedia como si fuera una bendición divina. Más aún cuando su familia le ofrecía ayuda económica para internar a Antón en un centro especializado, donde tendría las mejores las atenciones, Navia contestaba mirando a Antón con devoción – Que mejor atención que el amor de una madre-

Ni la actitud malevolente de su familia, ni si quiera cuando salió con los resultados del TAC del Centro Oncológico De Galicia, pudieron borrar su sonrisa ni hacer flaquear su determinación. Aunque lo que si le flaqueaba era el pecho. Cada atardecer al volver a casa la Cuesta de la Palloza le parecía más empinada. Al principio culminaba calle jadeante. Más tarde se detenía a mitad de camino para al menos recobrar el resuello. Según avanzaba el otoño y la bestia que la devoraba por dentro, se detenía varias veces para vencer el Tourmalet en que se había convertido su calle. Con la espalda doblada sobre el estómago, la frente apoyada sobre alguno de los hombros de Antón y las manos aferradas con fuerza a las empuñaduras de la silla de ruedas lucha Navia por exhalar al bicho. Como mucho, un leve esputo sanguinolento. Eso la recuerda que, aunque culmine la gesta hoy, la batalla está perdida. Aun así mira a lo alto de la calle y sonríe. Mira al cielo buscando la confirmación del atardecer en las nubes asalmonadas. Busca con la mirada la parada de taxi que hay tras ella un poco más abajo y emprende la retirada. No, no se trata de una rendición. Es un cambio de estrategia. Aún tiene un plan antes de claudicar. A pesar de que la playa de Santa Cristina está a tiro de piedra desde A Coruña, separada por la Ría do Burgo, durante el trayecto en taxi hasta el Paseo Marítimo de Oleiros tuvo tiempo de reflexionar sobre las palabras de su Oncólogo. Cáncer pulmonar de células pequeñas. Rápido, inexorable, disperso por su pecho. Vamos, un magnifico cabrón. ¡Joder con las células pequeñas! Por lo visto esa era la dificultad. Un cáncer de células no pequeñas suele formar tumores compactos que tratados a tiempo con cirugía y acompañados algunas sesiones de quimio o radioterapia pudiera tener solución satisfactoria. Pero a ella, como casi todo es su vida, la tocó bailar con la más fea. Y como todo en su vida lo afrontó como un desafío vital. Para colmo el cáncer había empezado a diseminarse por otros órganos de su cuerpo.

 

No soportaría la idea de dejar a Antón al cuidado de otros, ni que ella le faltara, por más que su familia insistiera que Antón no se enteraba de nada y que mejor estaría en un centro especial. Cuando la brisa marina en el rostro la sacó de sus pensamientos, el taxista ya había sacado del maletero la silla de ruedas de Antón y acomodado al muchacho en ella. Pagó la carrera y le dejo de propina todo el efectivo que portaba en el monedero. Sorprendido el taxista dijo -Pero, señora esto es exagerado, me da usted más del doble de lo que cuesta la carrera-

Navia repara en un piloto trasero del vehículo que está algo rajado, incluso tiene un agujero por el que se cuela el agua de lluvia anegando su interior hasta la altura de la bombilla. Se ausenta en sus pensamientos de nuevo a penas un segundo. Y contesta. -Ha sido usted muy amable. Así podrá usted reparar esa tulipa del piloto antes de que le ocasione una avería mayor-

El taxista asombrado, piensa que Dios le ha venido a ver en forma de Navia. Su mujer en paro desde hacía ya 4 años. Tambien su único hijo que fue desahuciado por no pagar la hipoteca y que junto a su esposa y un par de pequeños acogieron en su casa. Para mantener la familia tuvo estirar lo más posible lo que sacaba del taxi y reducir los gastos hasta incluso poner el seguro del coche a terceros. Razón tenía Navia. Repondría la tulipa del piloto mañana mismo. Agradecido, el taxista le dijo a Navia que como igualmente tenía que volver a A Coruña, no la cobraría nada por llevarla de vuelta y si quería podía esperar.

-No, muchas gracias, marche usted tranquilo. Vivo aquí cerca -mintió- y me gusta pasear junto a la playa.

No sin dificultad Navia consiguió empujar la silla de ruedas por la playa hasta que llego a la zona de la que el agua hacía unos minutos se había retirado y la arena se presentaba más compacta y transitable para la silla de Antón.
Los mariscadores se afanaban en su tarea rastrillando el fondo marino que la pleamar dejó al descubierto. En un breve comenzaría el mar a cobrarse su porción de playa hasta la pleamar, a eso de las 4 de la madrugada. Para entonces los mariscadores haría rato que se habrían retirado, no sin antes alguno advertir a Navia que guardase cuidado, que esa noche se esperaba que la pleamar alcanzara los 2 metros. No fuera que se viera sorprendida por la sigilosa subida del nivel de la mar y con la silla de ruedas no pudiera regresar a tiempo. Pero ella ya lo sabía. Había consultado las mareas para esa noche y para todo el mes en una web especializada en mareas.
Con discreción acomodó en el regazo de Antón dos rocas que encontró sueltas y siguió empujando la silla hacia la orilla hasta que sus pulmones se lo permitieron. Para entonces las ruedas de la silla se clavaron en la arena húmeda. Eso significaba que la marea comenzaba de nuevo su ritual y que antes del alba los cubriría por completo si no salían de allí a tiempo.
Saco de su bolso unos grilletes. Pertenecieron a su padre, guardia civil destinado en la comandancia de A Coruña. Cuando murió quedo con todas las pertenencias de él, incluido uniforme de gala y algunas cosas como aquellos grilletes de los que nunca encontró la llave. Los ajusto a su muñeca una de las quijadas, la otra la cerró abrazando una de las ruedas de la silla de Antón. Abarloada junto a su hijo, al que momentos antes cubrió con una mantita de viaje para protegerlo del frio, comenzó a relatarle historias de marineros.
A la mañana siguiente, la bajamar dejó al descubierto los cuerpos sin vida, Antón en su silla, esta vez tumbada sobre la arena y Navia aferrada a ella como un náufrago a su tabla.

Y Manuel fue pájaro.

CUENTOS SUICIDAS I

Parco en palabras. A penas un educado “buenas noches” cuando realiza el relevo en el edificio España desde hace 8 años. Custodiar un edificio abandonado es velar un difunto. Espeso silencio, levemente roto por algún sollozo de la barandilla de una escalera, que le lleva media noche recorrer hasta la azotea. 26 pisos. En cada uno de ellos le asalta un recuerdo de su vida. A veces amables recuerdos, otros son remordimientos, los más son tragos amargos que solo alguna rata que le sorprende en su camino puede disipar.

Ya en lo más alto. En el alfeizar de la cornisa, halconado otea la noche madrileña. El viento en su cara. En la altura se siente seguro. Ningún minúsculo puntito puede alcanzarle, ni hacer daño desde allí abajo. Manuel, desde chico siempre quiso ser pájaro. Ausentarse del mundo y observarlo libre desde fuera. Con lágrimas en los ojos recordó que aquella era la última noche que presenciaría esa escena. Tras la venta del edificio, a la mañana siguiente comenzarían las obras.

Callejero luminoso a sus pies, las farolas y neones dibujan un mapa espectacular. Gran Vía a la izquierda, Princesa a su derecha. Al frente una gran masa oscura, desgarrada por los destellos del Parque de Atracciones de la Casa de Campo. Vuelven ahora los recuerdos del piso 18, momentos de su niñez y la excitación con la que vivía las visitas al Parque de Atracciones. Como fueron cambiando sus preferencias con la edad. Del Carrusel de caballos blancos y dorados cuando era muy niño, al endiablado Enterprise, cuando la adolescencia le enseño a valorar lo bueno de ocupar la parte delantera de la cabina cuando iba con alguna chica de la pandilla, la velocidad de la atracción se ocupaba de que pudiera sentir nítidamente en la espalda los puñales de la chavala que ocupaba la plaza trasera.

La sirena de una ambulancia que gira a toda velocidad hacia San Vicente revienta la pompa de jabón en la que estaba sumergido tal y como si le hubieran dado una patada en los cojones. Eran muchos los años que habían pasado desde la última vez que sintió emociones parecidas. Ahora solo siente rabia. Rabia por el tiempo gastado, como gastado su espíritu zurcido a parches de tela vaquera. Más rabia siente aún. Los jóvenes de hoy compran sus tejanos con remiendos y desgarrones incluidos. Ignorantes engreídos. ¿Acaso pueden elegir cicatrices de diseño en su alma?


Ahora son sus propias cicatrices las que escuecen en su alma. Intenta poner en orden cual de todas fue la herida más profunda. Cierra los ojos con fuerza intentando que no se le escape la imagen de su retina. Hoy solo le queda su edificio. Con el que tantas noches ha compartido. Quizás no sea la herida más profunda, pero si la última que podía soportar. Inspira profundamente hasta casi reventarle el pecho. Se le acelera el pulso. El corazón desbocado en la sien. Y por fin, Manuel fue pájaro.

 

BAR JULIÁN

– ¡Luis!
Aunque era una voz femenina, su tono seco me sacó de mi embeleso.
– ¡Luis! ¿Más café?
Repitió Sandra, esta vez con su voz dulce y amable a la que estoy acostumbrado.
-Sí por favor.
Respondí, volviendo de inmediato a fijar mi atención en la anciana sentada al otro lado del local. Las mesas de formica de las que ya solo se veían en viejos bares como ese, hacían juego con la edad de la anciana, unos ochenta y cinco o quizás más.
Cada mañana, a la hora de mi café matinal, allí estaba en la misma mesa, con la misma mantilla de punto negra. No es que no hubiese reparado en ella antes, lo hice. Lo hice todos y cada uno de los días de los últimos seis meses, desde el primer día que pisé aquel bar.
Los primeros días, apenas unos segundos que fueron sumando minutos. Hasta el punto de rivalizar por mi atención con la primera abotonadura de la ajustada camisa de Sandra. El pelo plateado literal, no es una metáfora, brillante, como brillantes y vivarachos son sus ojillos azules. Piel blanca casi transparente y aunque arrugada como un higo seco, deja adivinar un laberinto de venas azuladas. Tanto resplandor contrasta con el luto que viste. No faltaba nunca a la cita con el bollo suizo y descafeinado de sobre con leche que Julianín, el dueño del bar, como si de un ritual se tratara, la servía con hiriente indiferencia correspondida con una afable sonrisa de la anciana.
No sé, si el generoso escote de Sandra se sintió herido en su autoestima por compartir mi atención diaria con la escena de la anciana, pero…. Se inclinó ante mí para susurrarme.

– Es la madre de Julianín. Mató a su padre.
Creo que palidecí tornándome tan blanco como el sujetador de Sandra que, en ese instante, se repartió mi estupor entre el vértigo de los senos que albergaban, los ojos de Sandra y los ojillos azules, ahora picarones, de la anciana que en ese momento me miraba.
Julianín nunca hablaba de ello, ni si quiera hablaba con la anciana. Para cuando quise interrogar a Sandra con la mirada perpleja, se había esfumado después de servirme mi taza extra de café, cosa que no hacía con ningún otro cliente.

La zozobra dominó mi sueño aquella noche. Impaciente por que llegara la hora del café matutino, me corté varias veces al afeitarme. La vista de la sangre impregnando los trocitos de papel higiénico con los que secaba las heridas, ponían en ebullición mi fantasía, imaginando cómo y qué movió a la anciana a asesinar a su marido.

              Acudí como cada mañana a mi cita con el café, el escote de Sandra, el Bar Julián y sobre todo esa mañana con la anciana. Portaba la misma expectación del que va al estreno de una superproducción hollywoodiense. Sin embargo, y a pesar de que me comporté como un “ojiplático” búho, todo transcurrió como de costumbre. El mismo botón de la camisa de Sandra. El mismo gesto indiferente de Julianín hacia la anciana. La misma sonrisa afable de esta. Todo igual salvo que después de seis meses, incomprensiblemente, Sandra se había confundido y en lugar de sacarina, me sirvió un sobrecillo de azúcar junto al café. Una inscripción a bolígrafo en uno de los lados llamo mi atención, impidiendo que esgrimiera el sobre por encima de mi cabeza cual abanderado para apercibir de su error a una Sandra que, recogiendo una nueva jarra de café, me miraba cómplice desde la barra.

 

-Acabo el turno a las 10- Pude leer en el sobre.

        Julianín, no consentía que el personal se relacionara con la clientela más allá del coqueteo simpático, lo justo para crear un ambiente agradable. Lo que contrastaba con el trato aséptico e insípido que, él mismo, dispensaba a la anciana.

La oportunidad de conocer algo más de la turbulenta historia de la anciana, me animo a acudir a la cita. Más aún que la curiosidad por conocer algún secreto del escote de Sandra, que puntual, tomó la salida del bar a las 10. Yo esperaba con discreción en la esquina de la acera de en frente. Ella me lanzó una mirada indiferente que interpreté como “sígueme majo. Hasta que Julianín no pueda vernos”. Julianín tiene la fea costumbre de seguir con la mirada a sus empleadas mientras se alejan, para alegrarse la vista con sus culos. Eso sí, nunca en horario laboral.
Tras doblar la primera esquina, fuera del alcance de los ojos indiscretos de Julianín, Sandra se detuvo en seco y se giró hacia mí, que la seguía a varios metros. Cargó el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda. A la espera de que le diera alcance, giro levemente el pie derecho dejando ver la magnitud de los taconazos que contrastaban con el habitual calzado bajo del uniforme de camarera. Alzó ligeramente la barbilla y la luz de la farola junto a la cual se detuvo, ejerció de cenital sobre las blondas de su cabello ondulado. El conjunto se me antojó de “femme fatale” que me devoraba el alma según me acercaba. Cada paso resonaba en mi cabeza cual aldabonazos llamando a las puertas de la perdición.

Una vez frente a Sandra, sonreí de manera nerviosa, y creo que ridícula. Era uno de esos momentos en los que no sabes que hacer a pesar de haber fantaseado con vivir ese instante mil veces. Sandra me saludó con una mueca especie de sonrisa condescendiente. Percatada de que yo estaba a punto de naufragar en un océano de dudas de comportamiento social, emprendió mi rescate lanzándome un cable en forma de mejilla donde iniciar la serie de dos castos besos. Me incliné sobre su rostro para dar cumplimiento al saludo ritual formal cuando, de súbito, Sandra giro la cara hacia mí. Esa acción provocó que errara el objetivo de mis labios, sustituyendo su mejilla por su boca. Sus ojos se clavaron en los míos, traspasándolos con su mirada, escudriñándolos en busca de una respuesta a sus deseos. Entre tanto el infierno se desató en mis mejillas. Petrificado, no pude desenganchar mis ojos de los suyos hasta que se licuó la sangre que el beso robado, previamente había coagulado en mis venas. Después solo pude balbucear.
– ¿Te apetece un café?
¡Torpe! ¡Más que torpe! ¿Seré imbécil? 10 horas diarias trabajando de camarera. Me roba un beso. Y lo único que se me ocurre es invitarla a tomar café. Mira que soy estúpido.
Bajó la mirada y se humedeció los labios en el único gesto de inseguridad que hasta entonces me había concedido. Creo que pensó que se pasó de frenada. Bendita frenada que no supe corresponder. Inmediatamente recobró el aplomo, se colgó de mi brazo de manera alegre y dijo-
-No. Demos un paseo. Me acompañas hasta mi calle y por el camino te explico la historia de la madre de Julianín.
No fue una proposición, más bien una orden que gustosamente acaté.

Poco después de la boda, el padre de Julianín perdió el empleo. Lejos de hundirse, el joven matrimonio abrió el bar que ahora regenta Julianín y que en su día nombraron Bar Julián porque ese era el nombre de su difunto padre. Belén, que así se llama la madre de Julianín, se ocuparía de la cocina y Julián padre de la barra. El negocio fue un exitazo y en poco tiempo lo habitual era ver el local abarrotado, el suelo lleno de servilletas de papel arrugadas, cabezas de gambas y boletos abiertos (antecesores de papel de las tragaperras). En aquellos años no se ponían papeleras en los bares. La cantidad de residuos en el suelo y las numerosas veces que tenía que salir Julián de la barra para dar una barrida rápida eran sinónimo de que negocio iba bien. La bonanza económica animó a la pareja a ampliar la familia. Podían permitirse contratar una cocinera para cuando el estado de gestación de Belén desaconsejara realizar su cometido en el bar. Y así fue. Contrataron a una mujer recién llegada de Valladolid, cuñada “del Anselmo”, un cliente de carajillo todas las mañanas y aperitivo familiar los domingos después de misa.
Con Marta tuvieron mucha suerte. Era lo suficientemente joven y dócil para estar agradecida por la oportunidad de trabajar nada más llegar a Madrid. Y tenía la experiencia precisa con los fogones como para hacer olvidar más pronto que tarde los guisos de Belén a los clientes.
El alumbramiento de Julianín se celebró por todo lo alto en el bar para familiares, amigos y clientes. Estos últimos eran legión, en tanto la popularidad de Bar Julián no dejaba de crecer, hasta el punto de que se incorporó una camarera sudamericana, no recuerdo la nacionalidad, para atender las mesas.
Los padres de Julián vivían en una aldea de Orense con cuatro vacas de las que se mantenían. Antes de la boda, el padre de Belén falleció en un trágico accidente en la obra donde trabajaba y la madre andaba fastidiada de la cadera. Con estos condicionantes, Belén no se incorporaría a las labores del bar hasta que Julianín no comenzara a ir a la escuela, rondaría los 4 años. Hasta ese momento, la abuela materna no se haría cargo de echar una mano con el crio. Con su paso cojitranco, su cometido diario era exclusivamente el traslado de Julianín de casa a la escuela y viceversa.
Marta se empleó en la competencia en otro barrio para cederle la cocina de nuevo a Belén. Trance un tanto doloroso, ya que la relación era buena, sin embargo, necesario. El salario de Marta era mayor que el de la camarera y a Belén no le hacía gracia alguna servir mesas. Con una boca más que alimentar y los gastos extras que suman los críos, educación, médicos, ropa, etc. reducir los costes salariales fue determinante. Ya fuera porque se lo veía venir, o por convencimiento de que era lo más lógico, Marta no puso pega alguna. Es más, daba la impresión de que estaba deseando cambiar de aires.

Cuatro años más tarde le llegó su hora a la madre de Belén, nuestro señor tuvo a bien llamarla a su presencia.
De este modo, dio comienzo el más difícil todavía. Belén tenía a su cargo la cocina de Bar Julián, los que haceres propios del hogar y atender las necesidades de Julianín, que por entonces andaría sobre los 8 años. En aquella espiral de locura, por si fuera poco, el negocio comenzó a perder fuelle, ya fuera porque las habilidades de Belén no eran las mismas con los pucheros que hace 10 años; o por las numerosas ausencias imprevistas motivadas por las necesidades de Julianín; o porque los clientes acusaran la ausencia de Marta a los mandos culinarios; o simplemente por la crisis económica de turno que se repite cada cierto tiempo.
El caso es que Julián tenía más momentos ociosos que atareados en el bar, sobre todo por las tardes. Eso le permitía hacer alguna partida de mus con los parroquianos con mayor asiduidad según pasaban los meses. Parroquianos que consumían toda la tarde en el bar con una triste copa de Sol y Sombra, que no solían pagar porque las más de las veces Julián perdía la partida. Como los vicios suelen ir acompañados, el pacharán se convirtió en compañero inseparable de Julián en las largas partidas de mus, que su embriaguez le ayudaba a perder de manera habitual.
Resumiendo la escena: Un negocio de dudosa rentabilidad. Belén que repartía su tiempo entre la cocina del bar, Julianín y las labores del hogar. Julián sentado en la mesa de la partida, echando el cierre todas las noches con más octanaje en sangre que el Ferrari de Schumacher. Y la camarera que debía atender las mesas, asumiendo funciones de regente tras la barra del bar.
Belén, en alguna ocasión sugirió a su marido que despidieran a la camarera. Ya que el negocio no iba bien y al no tener la cantidad de público de antaño, él solo se podría apañar. Julián se resistía a despedir a la sudamericana. Con esto comenzaba una dinámica en la que Belén le reprochaba las partidas de mus y su embriaguez.
-Un hombre que trabaja de sol a sol tiene derecho a distraerse un rato. – Contestaba. –
Sí, era cierto que Julián abría temprano y cerraba tarde. Pero, de las dieciséis horas que mediaban entre esos dos momentos, una transcurría reconciliándose con el mundo, cinco jugando al mus borracho, dos yacía dormido sobre la barra y de las ocho restantes, la mitad eran tiempos muertos.
Estas conversaciones solo tenían lugar cuando Julián regresaba a casa borracho tropezando con todo lo que encontraba a su paso. Belén, hacía rato que había acostado a Julianín y no estaba ella misma en la cama porque era mujer de costumbres, y por costumbre tenía recoger la cocina todas las noches después de preparar algo de cenar para su marido. Cena que servía junto con un vaso lleno de Castellana que casi siempre suplantaba los alimentos que terminaban en el cubo de la basura.
Una noche a Belén se le ocurrió no preparar la cena de Julián, tan solo el vaso de Castellana. -Total, acabará en la basura- pensó.
Cuando llegó su marido montó en cólera dando voces. Sacó arrastras a Belén de la cama para obligarla a preparar algo que cenar. Por supuesto que se tomó casi de un trago la Castellana y la cena acabó, plato incluido, en el cubo de la basura.
Las voces despertaron a Julianín, que se asomó por la puerta entreabierta, para ver como su padre amenazaba con el puño en alto a su madre con la intención de golpearla. Volvió corriendo a la cama. Cubriéndose la cabeza con la manta, sollozó lo más silenciosamente posible hasta que agotado le rindió el sueño. No era la primera vez que presenciaba tales discusiones. El comentario de la escasa rentabilidad del bar y la mera insinuación de Belén para despedir a la camarera era el detonante que incendiaba toda la carga etílica de Julián.

Un día de invierno, el hijo de una vecina celebraba su cumpleaños. Había invitado a todos los niños del bloque de viviendas a celebrar la fiesta en su casa. A todos menos a Julianín. Sin embargo, esa misma tarde de improviso, la madre del cumpleañero llamo a la puerta de Belén para invitar a Julianín a la fiesta.
-Habrá tarta y todo- dijo.
Y dirigiéndose a Belén añadió- Fíjate estos muchachos como son. No han invitado a tu hijo porque dicen que es “el raro”. Cosas de críos.
-Cosas de críos- Repitió Belén mentalmente, complacida por verse aliviada por un rato de responsabilidades.
La señora, aunque bocazas, tenía buen corazón. Conocedora de la situación de Belén por las voces nocturnas que trascendían los tabiques, le dijo a Belén que no se preocupara. Su marido no trabajaba a la mañana siguiente y dejarían a los muchachos jugar hasta tarde. Podía recogerlo después de las 10, ella se ocuparía de que Julianín cenara.
A Belén se le abrió un claro en el nublado cielo. La ausencia de Julianín esa tarde, implicaba tener tiempo de sobra para recoger la cocina, acicalarse, y llegar a tiempo al bar para echar el cierre con Julián. Y si este no estaba muy borracho, quizás pudieran dar un paseo por el parque. La sola idea del paseo, dio impulso para finalizar las tareas en un periquete. La había levantado el ánimo, hasta el punto, de dejar escapar alguna toná de su boca mientras secaba su cabello tras una relajante ducha. Cuando retiró la toalla de su cabeza, quedó unos segundos observando su propio cuerpo desnudo en el espejo. Buscaba con añoranza a la mujer de pechos turgentes y carnes prietas que en su momento fue. El espejo le devolvió entre vaho la imagen de caderas anchas, flacidez, algunos kilos de más, cierto que no muchos, patas de gallo y ojeras. De súbito salió del breve letargo con un divertido encogimiento de hombros en señal de resignación.
Aunque fresca, la tarde-noche no era desapacible. Belén, ilusionada con la sorpresa que le daría a Julián, anduvo ligera camino del bar. Según se aproximaba, percibía algo que no era usual. Las verjas del bar cerradas. La luz apagada, tan solo la bombilla centinela que siempre queda encendida durante la noche. Aunque no era muy temprano, no era normal que Julián cerrara a esa hora. Cierta preocupación pasó a ocupar el lugar de la extrañeza, cuando miro a través de la cristalera al interior. Podía ver cuatro cosas que debían estar recogidas, algún vaso, el tapete de la partida sobre el que las cartas descansaban desparramadas, un par de tazas en la barra y la cafetera encendida. Un mal presagio empezó a invadirla. Parecía que Julián había cerrado a toda prisa. Algo urgente había acontecido. O quizás el exceso de alcohol le habría producido un desmayo mientras recogía y ahora yacería herido en el suelo tras de la barra.
Diligentemente se dirigió a la puerta de servicio que daba al callejón trasero. La puerta estaba cerrada, pero sin echar la llave. Abrió con cautela, pues la penumbra no dejaba ver con claridad lo que había tras la puerta. Quizás Julián tirado en el suelo inconsciente. Respiró con alivio cuando atisbo a Julián en pie apoyado la espalda contra una de las cámaras frigoríficas mirando al suelo. Agudizó la vista en la semioscuridad para percatarse de que su marido, semidesnudo y tan borracho que no reparó en su presencia, no miraba al suelo. Miraba como la camarera, en cuclillas, con la falda levantada hasta la cintura y los pechos al descubierto, le practicaba una felación. Esta, que si se percató de la presencia de Belén, aceleró el ritmo de su cuello mientras la miraba por el rabillo del ojo. Incluso, giró la cabeza lo poco que le permitía el miembro de Julián insertado hasta su garganta. Belén nunca olvidaría aquellos ojos en la oscuridad que no dejaban de mirarla en todo momento mientras le dedicaba una sonrisa burlona a la vez que lamia todo lo largo del pene de su marido. Con la misma cautela con la que abrió la puerta, volvió a cerrarla. Julián nunca supo de su presencia esa noche en el bar. Y la camarera se llevó el secreto a la tumba.

Caminó lentamente, visiblemente afectada, pero sin llorar. Simplemente ausente de la realidad que la rodeaba, emprendió el regreso a casa. Recoge a Julianín en casa de la vecina. No sin antes soportar los elogios de rigor sobre su hijo. -Lo bueno que es- -No ha dado nada, nada, nada de guerra- -Que bien que se ha portado- -Se nota que está bien educado- -Que si lo han pasado muy bien- Etc, etc… Para finalizar con -Uy, que cara tienes Belén. ¿Te encuentras bien? ¿Pasa algo con Julián?

              – ¡A ti que te importa, bocazas! -Le hubiera gustado responder. Sin embargo, de su boca solo sale una excusa.

              -No, nada. Solo estoy cansada. Debo estar incubando algún virus. Ya sabes.

              -Pues nada, a cuidarse- Dijo la vecina mientras cerraba la puerta y la recordaba que Julianín ya había cenado.

              Julianín, “el raro”, era un chico callado, así que cuando entraron en casa, sin mediar palabra, lo acostó después del baño. Después regresó al cuarto de baño, cerró y deslizando la espalda a lo largo de la puerta, se sentó en el suelo. Hundió la cara en sus manos y solo entonces, rompió a llorar como una Madalena.

              Cuando Julián regresó a casa, encontró como cada noche la cena en la mesa y junto a ella el vaso de Castellana.

Y como cada noche, tiró la cena a la basura. Belén, presenció la escena como cada noche, solo que, a partir de aquella, lo haría impertérrita. Sin volver a mencionar el empleo de la camarera, ni la rentabilidad del bar, ni ninguna otra cosa. Simplemente, montaría guardia para asegurarse que Julián se tragaba el vaso de Castellana antes de meter su apestoso cuerpo en la cama.

Belén cada día frecuentaba menos el bar. No soportaba el gesto socarrón de la camarera cada vez que se cruzaban. Y los siguientes dos años transcurrieron así, en silencio. Las visitas al bar fueron sustituidas por diarias visitas al “parque de las adelfas” y cada vez más frecuentes visitas de Julián la consulta médica. Su salud fue deteriorándose lenta y paulatinamente, sin que los análisis de sangre arrojasen atisbos de infecciones víricas o bacterianas. Tan solo, la excesiva ingesta de alcohol en cualquiera que fuera su sabor o color justificaba el pésimo estado de su estómago e hígado.

              Así transcurrieron dos tristes y grises años. La única nota de alegría en la casa era la obsesiva afición que Belén había descubierto por las adelfas en el parque que visitaba diariamente con Julianín. En el barrio era conocido por “el parque de las adelfas” por el gran número de arbustos que se habían plantado de esta especie. Aunque los más jóvenes lo llamaban “el sopapo´s park” ya que en verano te daba un sopapo de calor cuando ibas al parque.

              Tal fue la afición de Belén por las adelfas, que llegó a plantar algún esqueje en macetas de su terraza. Julián, nunca reparó en ello. Pero a Belén, la desatención de Julián le era indiferente. Cuidaba con mimo de sus pequeñas adelfas que podría vender a alguna floristería cuando crecieran y aliviar la maltrecha economía familiar.

              El fallecimiento de Julián dio al traste con aquellos planes, si es que, alguna vez fueron reales.

Belén se comportó con una serenidad y aplomo admirables cuando Julián, de madrugada, comenzó a retorcerse de dolor en la cama. Siguió mirándole impasible ante las convulsiones y espumarajos sanguinolentos que expulsaba por la boca. Julianín, que dormía en su cuarto, no se enteró del fallecimiento de su padre hasta la mañana siguiente. Julián, solo alcanzaba a emitir atenuados gruñidos guturales, porque el dolor era de tal intensidad que no le permitía gritar. Belén siguió mirándole impasible. Hasta que una hora después, cesaron los espasmos. No telefoneó a los servicios de emergencias hasta que el cuerpo estuvo frío.
Telefoneó a la camarera para comunicarle el fallecimiento de su jefe. Pidiéndole, además, que se encargara del bar hasta solucionar los trámites derivados del fallecimiento de Julián. Y contra pronóstico, sorprendentemente la garantizó estabilidad laboral.
-Ahora que no está Julián necesito, más que nunca, una persona en el bar. ¿Quién mejor que tú? Que llevas tantos años con nosotros. Lo que tuvieras con mi marido, no me importa. Nuestra relación estaba rota y seguramente, él tendría más culpa que tú. Ahora no es el momento. Ya hablaremos del tema tranquilamente. – Adelantó Belén a la camarera.
Cuando la ambulancia se presentó, ya bien entrada la mañana, fue para certificar la muerte de Julián. Julianín recibió la noticia con indiferencia. Belén lo dejó bajo cargo de la vecina bocazas.
-El señor siempre se lleva a los mejores. -Dijo la vecina fingiendo unas lágrimas muy aparentes.
– Sí, sí. Valiente hijo de puta. – Contesto Belén para sus adentros sin mediar palabra mientras asentía con la cabeza con cara compungida.
Los asistentes sanitarios explicaron a Belén que para levantar el cadáver debían aguardar al forense. Cuando este llego, Belén ya lucía un riguroso luto. El forense dio la orden de trasladar al difunto, al Instituto Anatómico Forense.
– ¿No lo llevan al tanatorio? – Preguntó Belén algo incomoda.
La experiencia había enseñado al forense que las familias no toman con ningún entusiasmo lo que tenía que explicar a continuación a Belén. Por ello adoptó un tono de voz ajustado a la situación.
-No señora. Cuando el difunto ha fallecido fuera de un centro sanitario, donde está sujeto a controles y la causa del fallecimiento es conocida o no es muy anciano, es preceptivo practicar la autopsia.
-Pero mi Julián estaba en tratamiento. Su salud cada semana empeoraba. – Lamentó Belén.
– Ah. ¿Sí? En ese caso, si tenemos un diagnóstico claro, al cual atribuirle la causa del fallecimiento, quizás sea suficiente.
-Sí señor- Belén se apresuró a sacar del aparador una carpeta de cartón azul, de esas que se cierran con solapas y gomas elásticas. En la cubierta se podía leer escrito con rotulador negro, “Medico Julián”. Presentó al forense un papel que extrajo de la carpeta. -Aquí tiene.
Belén seguía el ir y venir de los ojos del forense según avanzaba en la lectura. El hombre leyó el informe atentamente. Y dibujaba una mueca de fastidio cada vez más acentuada con forme se aproximaba al punto final del diagnóstico.
-Lo siento Belén. Belén es su nombre. ¿Verdad? Esto es un informe en el que se plasma que no ha sido posible de manera concluyente identificar una patología con los síntomas que sufría su marido. Soy consciente del dolor que está usted padeciendo en este momento por la perdida. E igualmente soy consciente de lo desagradable que resulta este trámite para la familia. Y que sus deseos son que los restos de su marido descansen en paz lo antes posible. Pero es necesario. Ya le digo, es un mero trámite. No se va a demorar más de 24 o 48 horas.
Belén lo encajó con disgusto y aparente calma. En su interior acababa de desatarse un seísmo. – ¡Una autopsia! No contaba con ello. Tenía que pensar con rapidez y actuar con más rapidez aún. – Pensó.

Telefoneó a Marta, la antigua cocinera. Nunca habían perdido el contacto y durante los dos últimos años había sido bastante estrecho. Marta se había convertido en la muleta imprescindible para que Belén se mantuviera en pie durante esa época tan difícil.
-Marta, tenemos que hablar.
Belén y Marta, se vieron en una calle céntrica de la ciudad. De esas tan concurridas por público tan variopinto que incluso los más extravagantes pasan desapercibidos. Un prolongado abrazo, precede a la conversación. Pasearon cogidas del brazo. Belén habló del fallecimiento de Julián y de las circunstancias en las que se produjo que creyó convenientes. Le hizo jurar a Marta que se ocuparía del bar y de Julianín hasta que este pudiera hacerse cargo del negocio. Se despidieron con dos besos. Uno de ellos, quizás por los nervios, fue un entrechocar de labios. Ninguna pareció darle importancia. Antes de separarse, Belén le recordó a Marta.
-Te espero mañana a la hora de la apertura.
Con la autopsia, Belén no esperaba que Julián fuera incinerado al día siguiente. No obstante, debía actuar con rapidez, ya que en el mejor de los casos disponía de menos de 24 horas. Al venirle la palabra incineración a la cabeza, esbozó una mueca amarga con vocación de sonrisa. Con la cantidad de alcohol que llevaba el cerdo encima, igual explota el hijo de puta cuando lo metan en el horno. La mueca al fin encontró su vocación realizada en sonrisa. Ese pensamiento la sugirió una idea para sus planes más inmediatos.
En el bar solo estaban los borrachos de siempre, los cuales a la llegada de Belén se deshicieron en elogios para con Julián y pésames mal olientes. Ese día no había partida. Ni nunca más se celebraría. Con la excusa de cerrar cuanto antes, Belén despidió a los clientes con buenos modos ante la mirada perpleja de “la mulata”, que así llamaban los parroquianos a la camarera. Belén le daba instrucciones como si nunca hubiera presenciado la escena que protagonizaron Julián y la mulata hacía dos años.
Con el cierre echado, le pidió a la camarera una cubitera llena de hielo y dos vasos. Tomó una botella de ron y pidió a la mulata que se sentara a beber con ella.
-Tenemos que aclarar algunas cosas. – Dijo Belén con serenidad.
La camarera obedeció algo aterrorizada, más por lo violento e imprevisible de la situación que por el temor a Belén, que procedió a servir dos copas de ron con hielo.
– ¡Bebe! – Espetó Belén.
-Yo no suelo beber señora- respondió la camarera con tono sumiso.
– ¿Ahora, soy señora? ¡Bebe! ¡Bebe te digo! ¡Me lo debes! ¡Me lo debéis los dos! – Esta vez el tono autoritario y tajante de Belén, sí amedrentó a la mulata que dio un pequeño respingo al escuchar la orden.
-Perdón. – Se disculpó Belén. -Ha sido un día muy duro. Por favor bebe conmigo. – Concluyo en tono suave y lastimero.
Tal vez, un sentimiento de culpa ablandó el corazón de la mulata. Esta vez acató la orden casi con agrado.
-Mira, no te voy a decir que aquella noche, no me jodiera lo que vi. Primero me quedé perpleja. Luego os odié con todo mi ser. Más tarde, lloré hasta agotar todas mis lágrimas.
Belén volvió a servir dos copas de ron. La camarera estuvo a punto de rechazar la segunda copa, pero la mirada lánguida de Belén gritaba- necesito alguien que me escuche y comparta mi amargura.
-Belén continuó hablando. – Aunque con el tiempo dejé de odiaros, nunca os perdoné. Simplemente, aprendí a vivir con aquella escena prendida con alfileres en mi vida. Por eso, al cabo de unos meses, dejé de venir al bar. No deseaba que tu gesto socarrón, clavara esos alfileres aún más profundos en mi alma. Al fin y al cabo, supongo que tú le querías como yo. ¿No?
La camarera se quedó tan perpleja ante la pregunta, que no pudo rechazar la tercera copa. Nunca hubiera imaginado que alguien le hiciera esa pregunta. Y menos aún Belén.
-Supongo. Supongo que en el fondo sí. – Dijo dubitativa la mulata. Ni siquiera ella se lo había planteado nunca a sí misma.
Belén entonces, con ojos condescendientes, la comenzó a preguntar cosas sobre su vida anterior en su país.
– ¡Cielos! Ahora que lo pienso, no fui justa contigo. No sé nada de ti. Después de tanto tiempo trabajando con nosotros, no recuerdo… ¡Ni tu nombre! – Dijo Belén sirviendo la cuarta y quinta copa, con la precaución de servirse ella la mitad de lo que servía a la mulata.
– ¡Sé que eres una puta perra! – Estuvo a punto de decir Belén. Pero consiguió reprimir el pensamiento para que no abandonase su cabeza por la boca.
La interrogó sobre su familia. Si tenía hijos. Como fue su infancia en su país. Así como quien no quiere la cosa fueron cayendo las horas y la sexta, séptima y octava copa de ron. Hasta que la mulata cayó desplomada sobre la mesa.

Cuando la camarera recuperó la consciencia, respiraba con dificultad y le dolía todo el cuerpo. En realidad, fue recuperando sensaciones, a fuerza de dolores. Le dolía la cabeza. Sentía hormigueo en todo el cuerpo, los hombros, los tobillos, muñecas, rodillas, la mandíbula. Cuando quiso abrir la boca para desentumecer la mandíbula, no pudo. Tenía algo en la boca. ¡Tenía una manzana en la boca! Por ello la costaba respirar. Por eso y por las ligaduras alrededor de su cuerpo desnudo y suspendido en el aire sobre los fogones de la cocina del bar. Una pregunta le daba vueltas en la cabeza a toda velocidad – ¿Pero? ¿Cómo demonio había llegado su cuerpo hasta allí? – No entendía que estaba ocurriendo. Ni recordaba nada de la noche anterior. -Sintió algo duro y frío entre sus piernas que le presionaba… ¡La vagina! Intentó moverse en vano. En la boca, la manzana se mantenía fija a causa de una mordaza que impedía que la expulsara y así poder gritar.
Por fin la voz de Belén.
– ¿Ya has despertado, puerca? Justo a tiempo para la preparación del plato fuerte del día. ¡Puerca braseada! Y para que no te pierdas nada, me voy a asegurar de que puedas verlo en todo momento. – Dijo mientras cortaba unos pedacitos de cinta americana que colocó fuertemente adosados a los parpados de la mulata, de manera que la impidiera cerrar los ojos.
La camarera no podía creer lo que estaba viviendo. ¿Pero? ¿Cómo coño había llegado en ese estado hasta ahí arriba? Desnuda. Inmovilizada. Colgada horizontalmente sobre planchas y fogones. Menos mal que estaban apagados. La presión que ejercía lo que quisiera que fuera en su vagina, empezaba a ser insoportable. Pero no podía hacer nada para aliviarlo. Fue entonces cuando se percató de que también Marta se encontraba presente. Hacía años que no la veía. Marta estaba echando aceite sobre las manos de Belén y luego al revés. Las cuatro manos comenzaron a embadurnar de aceite todo el cuerpo de la mulata. De no ser por el tremendo dolor, la camarera pensaría que estaba dentro de una pesadilla.
Una vez que toda la piel de la mulata estuvo cubierta de aceite, Marta tomó un bol con rodajas de cebolla y Belén un cuchillo de importantes dimensiones, de esos que llaman cebolleros. Belén inicio una serie de sutiles cortes en la carne de la mulata y los rellenó con una rodaja de cebolla del bol que sostenía Marta. El escozor que comenzó por los muslos fue tremendo. Ahora estaba segura, no era una pesadilla. Luego le siguieron los glúteos, costados, brazos y pechos. Este nuevo martirio la hizo olvidarse de la presión en la vagina. Pero, Belén se encargó de recordárselo dando unos golpecitos con el mango del cuchillo en el espray que había introducido en la vagina de la camarera antes de que recobrara esta el conocimiento.
-Esto que sientes dentro del coño. Puerca. – Dijo Belén mientras continuaba dando toquecitos en el espray con el cuchillo- Es un bote de nata montada. Puerca braseada con nata montada. Suena bien. Cuando el espray alcance la temperatura adecuada reventará rellenando a la puerca de nata. Esto es cocina creativa y no lo que hace Ferran Adriá.
De sobra sabían Marta y Belén que la explosión de espray, lo que haría sería reventar las entrañas de la mulata.
– ¡Marta! ¡Enciende los fogones y la plancha! – Ordenó Belén como si fuera el capitán de un barco que inicia travesía.
-En cambio, Marta le ofreció las cerillas a Belén. -Creo que ese honor, te corresponde a ti Belén.
-Belén lo pensó un segundo y asintió. – Cierto, Marta. Cierto.
Abriendo las espitas, con una cerilla extralarga fue encendiendo los fogones uno por uno a máxima potencia. En cuanto la plancha cobró temperatura, quemó el aceite que había goteado en el proceso de aceitado del cuerpo suspendido de la mulata. El humo que desprendía subía directo a la cara de la camarera, que no podía evitar le entrara en los ojos. La alta temperatura que desprendía la cocina comenzó a calentar el aceite que recubría el cuerpo de la camarera friendo su piel.
– ¡Huy, Belén! ¡Que se nos olvida la sal!
Belén se apresuró a tomar el saco de sal y lanzar puñados sobre la piel cuarteada y en carne viva de la mulata que se retorcía en parte por el tremendo dolor y parte por un vano esfuerzo por liberarse. Para cuando la piel comenzó a agrietarse, la mulata estaba prácticamente inconsciente a causa del humo que inhalaba. Sus ojos a punto de hervir dentro de sus cuencas era otro martirio más. hacía rato que sus lacrimales se habían secado y no manaban más lágrimas que mitigasen del efecto del humo caliente.
De súbito, una explosión y casi al unísono un fuerte golpe, sorprendió a las tres. Aunque, a la mulata prácticamente el sobresalto le duró un instante que dio paso al colapso, quedando inerte colgada sobre los fogones. Ya no se retorcía. Belén miro perpleja a Marta. Esta también miraba con sorpresa a Belén y a la abolladura justo al lado de la cara de esta, que presentaba la puerta de la cámara frigorífica en la que había apoyado la espalda Belén. El intenso calor termino haciendo estallar el espray de nata que habían introducido en la vagina de la mulata. La explosión reventó las entrañas de la martirizada y provocó que la parte del bote que asomaba entre las piernas saliera despedido como un misil contra la cámara frigorífica. A poco, se incrusta en la cabeza de Belén a escasos centímetros de la trayectoria del bote convertido en proyectil.
El sonido aun lejano de las sirenas de bomberos, sacaron del estado irresoluble a las dos amigas. El hedor a carne quemada cuando aún no había despuntado el alba alertó a los vecinos que avisaron a los servicios de emergencia.
Belén se acercó a Marta, la miró a los ojos y la ordenó. -Debes marchar ya. – Se fundieron en un abrazo y apasionado beso en los labios cuyo fin dio paso al ruego de Belén con lágrimas en los ojos -Cuida de Julianín. Te quiero-
Marta se separó dando titubeantes pasos hacia atrás. – ¡Marcha! ¡Y no mires atrás! ¡aligera mujer! – espetó Belén. Bruscamente Marta se giró y salió ligera por la puerta. Como un fantasma entre las ultimas sombras de la noche fue la última vez que Belén vio a Marta en mucho tiempo.
Los primeros bomberos en llegar presenciaron atónitos a Belén sentada tomando una copa y contemplando su obra, el cuerpo churruscado y sin vida de la mulata suspendida sobre los fogones. No pronunció palabra ni durante la detención, ni en el interrogatorio. Quedó como un misterio para el imaginario popular del barrio, cómo una mujer sola había podido suspender sobre la cocina el cuerpo inerte de la camarera. Tan solo se permitió un gesto de asombro, cuando el inspector le informó del resultado de la autopsia. Julián había muerto por causa natural. Una extrañísima enfermedad que solo se detectó una vez muerto porque una toxina, parecida a la que contiene la adelfa, había enmascarado la afección. El inspector explico que la autopsia dictaminó en primera instancia que la causa de la muerte era la ingesta este agente químico glicósido, pero un examen más profundo concluyo que la cantidad encontrada en el cuerpo de Julián no era ni siquiera cercana a la necesaria para producir el fallecimiento de este.
-Así que con esta amarga historia el destino se burló de la madre de Julianín. – Dijo Sandra- En cierto sentido contribuyó al fallecimiento de Julián, pero no fue ella quien lo mató. Si no hubiera asesinado a la mulata, jamás habría pisado la cárcel. Si bien estuvo internada en el módulo psiquiátrico toda la condena. Los peritos dictaminaron que el fallecimiento de Julián desató en Belén un acceso esquizofrénico paranoico, ya que sospechaba infundadamente que su marido tenía una aventura con la empleada como camarera en el bar.
– ¿Cómo demonios conoces tú, pelos y señales de la historia?
-Aunque él no lo sabe, Julianín es mi hermano. -La afirmación de Sandra sonó como un escopetazo en la cabeza de Luis- Cuando Marta dejó el Bar Julián para trabajar en otro local, iba embarazada de mí. Uno de los motivos por el cual resolvió abandonar el barrio fue ese. Una noche al cierre, durante la temporada que Belén cuidaba de Julianín durante sus primeros meses de vida, Julián violó a Marta en el bar. Marta, calló por miedo a que se pensara que, con oscuras intenciones, ella sedujo a Julián aprovechando la ausencia de Belén. Al fin y al cabo, Julián era un respetable comerciante muy popular en el barrio.
– ¿Qué ocurrió con Marta? ¿No la detuvieron? ¿Cómo encajó Belén que Julián fuera tu padre? ¿Eran lesbianas? – El relato había espoleado aún más si cabe la curiosidad de Luis.
– Calma Luis, yo te explicaré. Marta no le habló de la violación, ni de mi parentesco con Julianín hasta que Belén no comenzó a desahogarse con ella por el comportamiento de Julián y sus aventuras con la mulata. Cuando Marta se sinceró, Belén, la vio como una victima más del monstruo en el que se había convertido su marido. No solo eran buenas amigas, ahora empatizaban como damnificadas de las tropelías de Julián. No, no eran lesbianas. Simplemente el tiempo, compartir sentimientos, desdichas y el deseo de resarcir o vengar de manera alguna en la persona de Julián toda la bilis tragada en silencio durante tanto tiempo, hizo florecer el cariño entre las dos amigas. Como no concebían que otra persona y menos aún masculina, les brindara comprensión, este cariño desembocó en amor, yaciendo por fin envueltas entre sábanas de ternura. Cuando el sexo entre iguales entró en sus vidas, no es que se convirtieran en lesbianas. Es que Belén se convirtió en “Martista” y Marta en “Belenista”. Así Belén comenzó a fraguar su plan. Acurrucada una junto a la otra empapadas en el sudor de la pasión, fantaseaban con la muerte de Julián mientras miraban al techo. En principio la mulata no debía morir. Para que nadie sospechara tenían que dejar pasar tiempo entre el fallecimiento de Julián, aparentemente natural, y la muerte de la mulata. Pero Belén entro en pánico cuando pensó que se descubriría en la autopsia que ella había estado envenenando a su marido. La idea de que ella fuera a la cárcel y la mulata eludiera su castigo la creó una ansiedad tal, que cometió el fatal error de precipitarse en sus actos. Marta cumplió con la parte del trato. Cuidó de Julianín como si fuera su propio hijo. Como un hermano para mí que lo es, aunque oculto para él. Cuando 20 años después los doctores dictaminaron que no había peligro para la sociedad, Belén recobró la libertad. Pero la desdicha se volvió a cebar con ellas 6 meses después. A Marta la diagnosticaron un cáncer bastante avanzado. La metástasis hacía inútil la cirugía y la quimioterapia se manifestaba con agresivos efectos secundarios. Los doctores estimaron para Marta una expectativa de vida de 12 meses, 15 si el tratamiento era efectivo. 20 meses después el cáncer venció a una Marta consumida por el agotamiento y atiborrada de calmantes para el dolor.

Luis caminaba junto a Sandra preso de una fascinación por la historia escuchada solo comparable a la fascinación que le producían los abultados pechos de Sandra bajo la gabardina. Y en ese trance hubiera continuado de no ser porque Sandra se detuvo junto a un portal diciendo- ¡Pues, ya hemos llegado!
Alzando la vista, Luis contempló la fachada del edificio. No destacaba sobre las demás construcciones del barrio, unas lucían fachadas más limpias y cuidadas que otras. De tres a cuatro alturas. No presentaban ventanas, si no hileras de minúsculos balcones con barandillas de forjado negro. Tras ellas, los ventanales con marcos de madera del suelo hasta casi el techo. Y tras los cristales, dos visillos blancos adornados con encajes y ribeteados, ajustados a cada lado del ventanal con ceñidores para dar más claridad al interior de la estancia. Fue deslizando la mirada desde los canecillos de la cornisa saltando de balcón en desconchón de la fachada hasta detenerse en los ojos de Sandra. De nuevo su inseguridad le hizo dudar aparentando cierto aspecto de timidez. Y una vez más, la apisonadora Sandra con su paso firme y resuelto tomó la iniciativa, sacando del punto muerto la situación. – ¿Quieres subir y tomamos una copa? También te puedo preparar un café si lo prefieres. – Concluyo la invitación con un ligero toque de sorna.
– ¡Claro, encantado! ¿Seguro que no es molestia? – Se esforzó Luis por mostrarse educado y que no le hiciera perder la compostura la ansiedad por conocer más en profundidad a su anfitriona.
Sandra sacó del bolso un pequeño manojo de llaves que destellaron al mismo ritmo que tintineaban entre sus dedos antes de encontrar la adecuada para la cerradura de la pesada puerta de forja del portal. Luis galantemente ayudó a Sandra a sujetar la puerta para que ella con una sola mano pudiera sacar la llave de la cerradura, la intemperie y el óxido provocaban que costara un poco recuperar la llave. Esa maniobra propició la oportunidad para que Luis se acercara lo suficiente como para saborear el aroma del perfume de Sandra.
Sandra comenzó la escalada de los vetustos escalones desiguales de madera quejicosa y desgastada. Tras ella, Luis, fascinado con el tacto suave de la barandilla barnizada construía paralelismos imaginarios entre esta y la piel de los pechos de Sandra. Con cada escalón que crujía bajo sus pies aumentaba su excitación por desvelar el gran misterio que esa noche estaba determinado a saborear. Como un crio ante un huevo de chocolate con sorpresa, fantaseaba sobre los pezones de Sandra. Serían como fresas, duros y pronunciados. Quizás extensos con una gran aureola. Después de conocer su historia, por un momento pensó que Sandra podía ser la pareja ideal. La única que pudiera brindarle comprensión. Además, en aquella nueva ciudad estaba limpio. Aún no había recolectado ningún trofeo. Pero como pompa de jabón la duda se desintegró en la nada. Lo que sí tenía seguro es que una vez extirpados, los pezones de Sandra ocuparían un lugar preferente en su colección.

Ajena a los pensamientos de Luis, Sandra continuaba subiendo escalón tras escalón. Mucho menos agitada que Luis, también albergaba alguna duda. Aunque, Luis realmente era un desconocido del que apenas sabía que le servía el café todas las mañanas, ahora estaba a punto de meterlo en su casa. Pero en realidad la duda se limitaba a decidir si le envenenaría antes o después. El ultimo mindundi le vomitó encima mientras se la follaba.

 

 

Ella y Él

Ninguno de los dos deseaba estar allí en ese momento. Ni en ese, ni en ningún otro. Sin embargo, allí estaban. Porque quisieron ir. Ambos por necesidad.

Ella recuerda el olor a humedad de aquel cuartucho sin ventanas. En aquella estancia, sobre un colchón mugriento, a esas horas duermen sus dos hijos apenas cubiertos con una roída y vieja colcha. Ese recuerdo la hace ignorar el olor agrio a sudor y en ocasiones a orín que hasta su piel arrastran los clientes.

                Él se dice a sí mismo, que solo busca sexo rápido y conciso, sin complicaciones. En realidad, lo que necesita es afecto. Necesita esas caricias, sentir piel ajena, miradas de deseo lascivo, aunque fingidas. Quizás porque sabe del engaño, vuelve a casa envuelto en una profunda tristeza. Lo que más le turba es la mirada melancólica de ella esbozando media sonrisa mientras cabalga sobre él.

                Ella anota uno más en su cuenta. Un nuevo tintineo de monedas al caer en la hucha en la que ahorra con la esperanza de, algún día, poder comprar su dignidad. Por ello no se permite rechazar cliente alguno. Claro que, a muchos, los más desagradables, no por aspecto o edad, si no por trato, se los quita de encima con un par de expertos golpes de cadera. A otros, los que la tratan con más educación, los regala una interpretación extra de excitación y orgasmo. Un cliente satisfecho suele repetir. Eso asegura el futuro del negocio y además el trabajo bien hecho eleva la autoestima.

                Él es uno de ellos. La trata con respeto, incluso cariño. La manosea, sí, pero con ternura. Incluso la posee con pasión. Porque además de necesitar cariño, necesita amar. Necesita sentir la vida fluir por su cuerpo y “amar”.

                Ella, tan solo con él se permite un amago de goce sincero, rápidamente truncado con una mirada melancólica y media sonrisa que imperceptiblemente susurra. – ¿Por qué no tendré yo un hombre como él?

                Ambos no deseaban estar allí. Sin embargo, ambos se necesitaban. Quizás en otro lugar… Pero estaban allí.

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