BAR JULIÁN

– ¡Luis!
Aunque era una voz femenina, su tono seco me sacó de mi embeleso.
– ¡Luis! ¿Más café?
Repitió Sandra, esta vez con su voz dulce y amable a la que estoy acostumbrado.
-Sí por favor.
Respondí, volviendo de inmediato a fijar mi atención en la anciana sentada al otro lado del local. Las mesas de formica de las que ya solo se veían en viejos bares como ese, hacían juego con la edad de la anciana, unos ochenta y cinco o quizás más.
Cada mañana, a la hora de mi café matinal, allí estaba en la misma mesa, con la misma mantilla de punto negra. No es que no hubiese reparado en ella antes, lo hice. Lo hice todos y cada uno de los días de los últimos seis meses, desde el primer día que pisé aquel bar.
Los primeros días, apenas unos segundos que fueron sumando minutos. Hasta el punto de rivalizar por mi atención con la primera abotonadura de la ajustada camisa de Sandra. El pelo plateado literal, no es una metáfora, brillante, como brillantes y vivarachos son sus ojillos azules. Piel blanca casi transparente y aunque arrugada como un higo seco, deja adivinar un laberinto de venas azuladas. Tanto resplandor contrasta con el luto que viste. No faltaba nunca a la cita con el bollo suizo y descafeinado de sobre con leche que Julianín, el dueño del bar, como si de un ritual se tratara, la servía con hiriente indiferencia correspondida con una afable sonrisa de la anciana.
No sé, si el generoso escote de Sandra se sintió herido en su autoestima por compartir mi atención diaria con la escena de la anciana, pero…. Se inclinó ante mí para susurrarme.

– Es la madre de Julianín. Mató a su padre.
Creo que palidecí tornándome tan blanco como el sujetador de Sandra que, en ese instante, se repartió mi estupor entre el vértigo de los senos que albergaban, los ojos de Sandra y los ojillos azules, ahora picarones, de la anciana que en ese momento me miraba.
Julianín nunca hablaba de ello, ni si quiera hablaba con la anciana. Para cuando quise interrogar a Sandra con la mirada perpleja, se había esfumado después de servirme mi taza extra de café, cosa que no hacía con ningún otro cliente.

La zozobra dominó mi sueño aquella noche. Impaciente por que llegara la hora del café matutino, me corté varias veces al afeitarme. La vista de la sangre impregnando los trocitos de papel higiénico con los que secaba las heridas, ponían en ebullición mi fantasía, imaginando cómo y qué movió a la anciana a asesinar a su marido.

              Acudí como cada mañana a mi cita con el café, el escote de Sandra, el Bar Julián y sobre todo esa mañana con la anciana. Portaba la misma expectación del que va al estreno de una superproducción hollywoodiense. Sin embargo, y a pesar de que me comporté como un “ojiplático” búho, todo transcurrió como de costumbre. El mismo botón de la camisa de Sandra. El mismo gesto indiferente de Julianín hacia la anciana. La misma sonrisa afable de esta. Todo igual salvo que después de seis meses, incomprensiblemente, Sandra se había confundido y en lugar de sacarina, me sirvió un sobrecillo de azúcar junto al café. Una inscripción a bolígrafo en uno de los lados llamo mi atención, impidiendo que esgrimiera el sobre por encima de mi cabeza cual abanderado para apercibir de su error a una Sandra que, recogiendo una nueva jarra de café, me miraba cómplice desde la barra.

 

-Acabo el turno a las 10- Pude leer en el sobre.

        Julianín, no consentía que el personal se relacionara con la clientela más allá del coqueteo simpático, lo justo para crear un ambiente agradable. Lo que contrastaba con el trato aséptico e insípido que, él mismo, dispensaba a la anciana.

La oportunidad de conocer algo más de la turbulenta historia de la anciana, me animo a acudir a la cita. Más aún que la curiosidad por conocer algún secreto del escote de Sandra, que puntual, tomó la salida del bar a las 10. Yo esperaba con discreción en la esquina de la acera de en frente. Ella me lanzó una mirada indiferente que interpreté como “sígueme majo. Hasta que Julianín no pueda vernos”. Julianín tiene la fea costumbre de seguir con la mirada a sus empleadas mientras se alejan, para alegrarse la vista con sus culos. Eso sí, nunca en horario laboral.
Tras doblar la primera esquina, fuera del alcance de los ojos indiscretos de Julianín, Sandra se detuvo en seco y se giró hacia mí, que la seguía a varios metros. Cargó el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda. A la espera de que le diera alcance, giro levemente el pie derecho dejando ver la magnitud de los taconazos que contrastaban con el habitual calzado bajo del uniforme de camarera. Alzó ligeramente la barbilla y la luz de la farola junto a la cual se detuvo, ejerció de cenital sobre las blondas de su cabello ondulado. El conjunto se me antojó de “femme fatale” que me devoraba el alma según me acercaba. Cada paso resonaba en mi cabeza cual aldabonazos llamando a las puertas de la perdición.

Una vez frente a Sandra, sonreí de manera nerviosa, y creo que ridícula. Era uno de esos momentos en los que no sabes que hacer a pesar de haber fantaseado con vivir ese instante mil veces. Sandra me saludó con una mueca especie de sonrisa condescendiente. Percatada de que yo estaba a punto de naufragar en un océano de dudas de comportamiento social, emprendió mi rescate lanzándome un cable en forma de mejilla donde iniciar la serie de dos castos besos. Me incliné sobre su rostro para dar cumplimiento al saludo ritual formal cuando, de súbito, Sandra giro la cara hacia mí. Esa acción provocó que errara el objetivo de mis labios, sustituyendo su mejilla por su boca. Sus ojos se clavaron en los míos, traspasándolos con su mirada, escudriñándolos en busca de una respuesta a sus deseos. Entre tanto el infierno se desató en mis mejillas. Petrificado, no pude desenganchar mis ojos de los suyos hasta que se licuó la sangre que el beso robado, previamente había coagulado en mis venas. Después solo pude balbucear.
– ¿Te apetece un café?
¡Torpe! ¡Más que torpe! ¿Seré imbécil? 10 horas diarias trabajando de camarera. Me roba un beso. Y lo único que se me ocurre es invitarla a tomar café. Mira que soy estúpido.
Bajó la mirada y se humedeció los labios en el único gesto de inseguridad que hasta entonces me había concedido. Creo que pensó que se pasó de frenada. Bendita frenada que no supe corresponder. Inmediatamente recobró el aplomo, se colgó de mi brazo de manera alegre y dijo-
-No. Demos un paseo. Me acompañas hasta mi calle y por el camino te explico la historia de la madre de Julianín.
No fue una proposición, más bien una orden que gustosamente acaté.

Poco después de la boda, el padre de Julianín perdió el empleo. Lejos de hundirse, el joven matrimonio abrió el bar que ahora regenta Julianín y que en su día nombraron Bar Julián porque ese era el nombre de su difunto padre. Belén, que así se llama la madre de Julianín, se ocuparía de la cocina y Julián padre de la barra. El negocio fue un exitazo y en poco tiempo lo habitual era ver el local abarrotado, el suelo lleno de servilletas de papel arrugadas, cabezas de gambas y boletos abiertos (antecesores de papel de las tragaperras). En aquellos años no se ponían papeleras en los bares. La cantidad de residuos en el suelo y las numerosas veces que tenía que salir Julián de la barra para dar una barrida rápida eran sinónimo de que negocio iba bien. La bonanza económica animó a la pareja a ampliar la familia. Podían permitirse contratar una cocinera para cuando el estado de gestación de Belén desaconsejara realizar su cometido en el bar. Y así fue. Contrataron a una mujer recién llegada de Valladolid, cuñada “del Anselmo”, un cliente de carajillo todas las mañanas y aperitivo familiar los domingos después de misa.
Con Marta tuvieron mucha suerte. Era lo suficientemente joven y dócil para estar agradecida por la oportunidad de trabajar nada más llegar a Madrid. Y tenía la experiencia precisa con los fogones como para hacer olvidar más pronto que tarde los guisos de Belén a los clientes.
El alumbramiento de Julianín se celebró por todo lo alto en el bar para familiares, amigos y clientes. Estos últimos eran legión, en tanto la popularidad de Bar Julián no dejaba de crecer, hasta el punto de que se incorporó una camarera sudamericana, no recuerdo la nacionalidad, para atender las mesas.
Los padres de Julián vivían en una aldea de Orense con cuatro vacas de las que se mantenían. Antes de la boda, el padre de Belén falleció en un trágico accidente en la obra donde trabajaba y la madre andaba fastidiada de la cadera. Con estos condicionantes, Belén no se incorporaría a las labores del bar hasta que Julianín no comenzara a ir a la escuela, rondaría los 4 años. Hasta ese momento, la abuela materna no se haría cargo de echar una mano con el crio. Con su paso cojitranco, su cometido diario era exclusivamente el traslado de Julianín de casa a la escuela y viceversa.
Marta se empleó en la competencia en otro barrio para cederle la cocina de nuevo a Belén. Trance un tanto doloroso, ya que la relación era buena, sin embargo, necesario. El salario de Marta era mayor que el de la camarera y a Belén no le hacía gracia alguna servir mesas. Con una boca más que alimentar y los gastos extras que suman los críos, educación, médicos, ropa, etc. reducir los costes salariales fue determinante. Ya fuera porque se lo veía venir, o por convencimiento de que era lo más lógico, Marta no puso pega alguna. Es más, daba la impresión de que estaba deseando cambiar de aires.

Cuatro años más tarde le llegó su hora a la madre de Belén, nuestro señor tuvo a bien llamarla a su presencia.
De este modo, dio comienzo el más difícil todavía. Belén tenía a su cargo la cocina de Bar Julián, los que haceres propios del hogar y atender las necesidades de Julianín, que por entonces andaría sobre los 8 años. En aquella espiral de locura, por si fuera poco, el negocio comenzó a perder fuelle, ya fuera porque las habilidades de Belén no eran las mismas con los pucheros que hace 10 años; o por las numerosas ausencias imprevistas motivadas por las necesidades de Julianín; o porque los clientes acusaran la ausencia de Marta a los mandos culinarios; o simplemente por la crisis económica de turno que se repite cada cierto tiempo.
El caso es que Julián tenía más momentos ociosos que atareados en el bar, sobre todo por las tardes. Eso le permitía hacer alguna partida de mus con los parroquianos con mayor asiduidad según pasaban los meses. Parroquianos que consumían toda la tarde en el bar con una triste copa de Sol y Sombra, que no solían pagar porque las más de las veces Julián perdía la partida. Como los vicios suelen ir acompañados, el pacharán se convirtió en compañero inseparable de Julián en las largas partidas de mus, que su embriaguez le ayudaba a perder de manera habitual.
Resumiendo la escena: Un negocio de dudosa rentabilidad. Belén que repartía su tiempo entre la cocina del bar, Julianín y las labores del hogar. Julián sentado en la mesa de la partida, echando el cierre todas las noches con más octanaje en sangre que el Ferrari de Schumacher. Y la camarera que debía atender las mesas, asumiendo funciones de regente tras la barra del bar.
Belén, en alguna ocasión sugirió a su marido que despidieran a la camarera. Ya que el negocio no iba bien y al no tener la cantidad de público de antaño, él solo se podría apañar. Julián se resistía a despedir a la sudamericana. Con esto comenzaba una dinámica en la que Belén le reprochaba las partidas de mus y su embriaguez.
-Un hombre que trabaja de sol a sol tiene derecho a distraerse un rato. – Contestaba. –
Sí, era cierto que Julián abría temprano y cerraba tarde. Pero, de las dieciséis horas que mediaban entre esos dos momentos, una transcurría reconciliándose con el mundo, cinco jugando al mus borracho, dos yacía dormido sobre la barra y de las ocho restantes, la mitad eran tiempos muertos.
Estas conversaciones solo tenían lugar cuando Julián regresaba a casa borracho tropezando con todo lo que encontraba a su paso. Belén, hacía rato que había acostado a Julianín y no estaba ella misma en la cama porque era mujer de costumbres, y por costumbre tenía recoger la cocina todas las noches después de preparar algo de cenar para su marido. Cena que servía junto con un vaso lleno de Castellana que casi siempre suplantaba los alimentos que terminaban en el cubo de la basura.
Una noche a Belén se le ocurrió no preparar la cena de Julián, tan solo el vaso de Castellana. -Total, acabará en la basura- pensó.
Cuando llegó su marido montó en cólera dando voces. Sacó arrastras a Belén de la cama para obligarla a preparar algo que cenar. Por supuesto que se tomó casi de un trago la Castellana y la cena acabó, plato incluido, en el cubo de la basura.
Las voces despertaron a Julianín, que se asomó por la puerta entreabierta, para ver como su padre amenazaba con el puño en alto a su madre con la intención de golpearla. Volvió corriendo a la cama. Cubriéndose la cabeza con la manta, sollozó lo más silenciosamente posible hasta que agotado le rindió el sueño. No era la primera vez que presenciaba tales discusiones. El comentario de la escasa rentabilidad del bar y la mera insinuación de Belén para despedir a la camarera era el detonante que incendiaba toda la carga etílica de Julián.

Un día de invierno, el hijo de una vecina celebraba su cumpleaños. Había invitado a todos los niños del bloque de viviendas a celebrar la fiesta en su casa. A todos menos a Julianín. Sin embargo, esa misma tarde de improviso, la madre del cumpleañero llamo a la puerta de Belén para invitar a Julianín a la fiesta.
-Habrá tarta y todo- dijo.
Y dirigiéndose a Belén añadió- Fíjate estos muchachos como son. No han invitado a tu hijo porque dicen que es “el raro”. Cosas de críos.
-Cosas de críos- Repitió Belén mentalmente, complacida por verse aliviada por un rato de responsabilidades.
La señora, aunque bocazas, tenía buen corazón. Conocedora de la situación de Belén por las voces nocturnas que trascendían los tabiques, le dijo a Belén que no se preocupara. Su marido no trabajaba a la mañana siguiente y dejarían a los muchachos jugar hasta tarde. Podía recogerlo después de las 10, ella se ocuparía de que Julianín cenara.
A Belén se le abrió un claro en el nublado cielo. La ausencia de Julianín esa tarde, implicaba tener tiempo de sobra para recoger la cocina, acicalarse, y llegar a tiempo al bar para echar el cierre con Julián. Y si este no estaba muy borracho, quizás pudieran dar un paseo por el parque. La sola idea del paseo, dio impulso para finalizar las tareas en un periquete. La había levantado el ánimo, hasta el punto, de dejar escapar alguna toná de su boca mientras secaba su cabello tras una relajante ducha. Cuando retiró la toalla de su cabeza, quedó unos segundos observando su propio cuerpo desnudo en el espejo. Buscaba con añoranza a la mujer de pechos turgentes y carnes prietas que en su momento fue. El espejo le devolvió entre vaho la imagen de caderas anchas, flacidez, algunos kilos de más, cierto que no muchos, patas de gallo y ojeras. De súbito salió del breve letargo con un divertido encogimiento de hombros en señal de resignación.
Aunque fresca, la tarde-noche no era desapacible. Belén, ilusionada con la sorpresa que le daría a Julián, anduvo ligera camino del bar. Según se aproximaba, percibía algo que no era usual. Las verjas del bar cerradas. La luz apagada, tan solo la bombilla centinela que siempre queda encendida durante la noche. Aunque no era muy temprano, no era normal que Julián cerrara a esa hora. Cierta preocupación pasó a ocupar el lugar de la extrañeza, cuando miro a través de la cristalera al interior. Podía ver cuatro cosas que debían estar recogidas, algún vaso, el tapete de la partida sobre el que las cartas descansaban desparramadas, un par de tazas en la barra y la cafetera encendida. Un mal presagio empezó a invadirla. Parecía que Julián había cerrado a toda prisa. Algo urgente había acontecido. O quizás el exceso de alcohol le habría producido un desmayo mientras recogía y ahora yacería herido en el suelo tras de la barra.
Diligentemente se dirigió a la puerta de servicio que daba al callejón trasero. La puerta estaba cerrada, pero sin echar la llave. Abrió con cautela, pues la penumbra no dejaba ver con claridad lo que había tras la puerta. Quizás Julián tirado en el suelo inconsciente. Respiró con alivio cuando atisbo a Julián en pie apoyado la espalda contra una de las cámaras frigoríficas mirando al suelo. Agudizó la vista en la semioscuridad para percatarse de que su marido, semidesnudo y tan borracho que no reparó en su presencia, no miraba al suelo. Miraba como la camarera, en cuclillas, con la falda levantada hasta la cintura y los pechos al descubierto, le practicaba una felación. Esta, que si se percató de la presencia de Belén, aceleró el ritmo de su cuello mientras la miraba por el rabillo del ojo. Incluso, giró la cabeza lo poco que le permitía el miembro de Julián insertado hasta su garganta. Belén nunca olvidaría aquellos ojos en la oscuridad que no dejaban de mirarla en todo momento mientras le dedicaba una sonrisa burlona a la vez que lamia todo lo largo del pene de su marido. Con la misma cautela con la que abrió la puerta, volvió a cerrarla. Julián nunca supo de su presencia esa noche en el bar. Y la camarera se llevó el secreto a la tumba.

Caminó lentamente, visiblemente afectada, pero sin llorar. Simplemente ausente de la realidad que la rodeaba, emprendió el regreso a casa. Recoge a Julianín en casa de la vecina. No sin antes soportar los elogios de rigor sobre su hijo. -Lo bueno que es- -No ha dado nada, nada, nada de guerra- -Que bien que se ha portado- -Se nota que está bien educado- -Que si lo han pasado muy bien- Etc, etc… Para finalizar con -Uy, que cara tienes Belén. ¿Te encuentras bien? ¿Pasa algo con Julián?

              – ¡A ti que te importa, bocazas! -Le hubiera gustado responder. Sin embargo, de su boca solo sale una excusa.

              -No, nada. Solo estoy cansada. Debo estar incubando algún virus. Ya sabes.

              -Pues nada, a cuidarse- Dijo la vecina mientras cerraba la puerta y la recordaba que Julianín ya había cenado.

              Julianín, “el raro”, era un chico callado, así que cuando entraron en casa, sin mediar palabra, lo acostó después del baño. Después regresó al cuarto de baño, cerró y deslizando la espalda a lo largo de la puerta, se sentó en el suelo. Hundió la cara en sus manos y solo entonces, rompió a llorar como una Madalena.

              Cuando Julián regresó a casa, encontró como cada noche la cena en la mesa y junto a ella el vaso de Castellana.

Y como cada noche, tiró la cena a la basura. Belén, presenció la escena como cada noche, solo que, a partir de aquella, lo haría impertérrita. Sin volver a mencionar el empleo de la camarera, ni la rentabilidad del bar, ni ninguna otra cosa. Simplemente, montaría guardia para asegurarse que Julián se tragaba el vaso de Castellana antes de meter su apestoso cuerpo en la cama.

Belén cada día frecuentaba menos el bar. No soportaba el gesto socarrón de la camarera cada vez que se cruzaban. Y los siguientes dos años transcurrieron así, en silencio. Las visitas al bar fueron sustituidas por diarias visitas al “parque de las adelfas” y cada vez más frecuentes visitas de Julián la consulta médica. Su salud fue deteriorándose lenta y paulatinamente, sin que los análisis de sangre arrojasen atisbos de infecciones víricas o bacterianas. Tan solo, la excesiva ingesta de alcohol en cualquiera que fuera su sabor o color justificaba el pésimo estado de su estómago e hígado.

              Así transcurrieron dos tristes y grises años. La única nota de alegría en la casa era la obsesiva afición que Belén había descubierto por las adelfas en el parque que visitaba diariamente con Julianín. En el barrio era conocido por “el parque de las adelfas” por el gran número de arbustos que se habían plantado de esta especie. Aunque los más jóvenes lo llamaban “el sopapo´s park” ya que en verano te daba un sopapo de calor cuando ibas al parque.

              Tal fue la afición de Belén por las adelfas, que llegó a plantar algún esqueje en macetas de su terraza. Julián, nunca reparó en ello. Pero a Belén, la desatención de Julián le era indiferente. Cuidaba con mimo de sus pequeñas adelfas que podría vender a alguna floristería cuando crecieran y aliviar la maltrecha economía familiar.

              El fallecimiento de Julián dio al traste con aquellos planes, si es que, alguna vez fueron reales.

Belén se comportó con una serenidad y aplomo admirables cuando Julián, de madrugada, comenzó a retorcerse de dolor en la cama. Siguió mirándole impasible ante las convulsiones y espumarajos sanguinolentos que expulsaba por la boca. Julianín, que dormía en su cuarto, no se enteró del fallecimiento de su padre hasta la mañana siguiente. Julián, solo alcanzaba a emitir atenuados gruñidos guturales, porque el dolor era de tal intensidad que no le permitía gritar. Belén siguió mirándole impasible. Hasta que una hora después, cesaron los espasmos. No telefoneó a los servicios de emergencias hasta que el cuerpo estuvo frío.
Telefoneó a la camarera para comunicarle el fallecimiento de su jefe. Pidiéndole, además, que se encargara del bar hasta solucionar los trámites derivados del fallecimiento de Julián. Y contra pronóstico, sorprendentemente la garantizó estabilidad laboral.
-Ahora que no está Julián necesito, más que nunca, una persona en el bar. ¿Quién mejor que tú? Que llevas tantos años con nosotros. Lo que tuvieras con mi marido, no me importa. Nuestra relación estaba rota y seguramente, él tendría más culpa que tú. Ahora no es el momento. Ya hablaremos del tema tranquilamente. – Adelantó Belén a la camarera.
Cuando la ambulancia se presentó, ya bien entrada la mañana, fue para certificar la muerte de Julián. Julianín recibió la noticia con indiferencia. Belén lo dejó bajo cargo de la vecina bocazas.
-El señor siempre se lleva a los mejores. -Dijo la vecina fingiendo unas lágrimas muy aparentes.
– Sí, sí. Valiente hijo de puta. – Contesto Belén para sus adentros sin mediar palabra mientras asentía con la cabeza con cara compungida.
Los asistentes sanitarios explicaron a Belén que para levantar el cadáver debían aguardar al forense. Cuando este llego, Belén ya lucía un riguroso luto. El forense dio la orden de trasladar al difunto, al Instituto Anatómico Forense.
– ¿No lo llevan al tanatorio? – Preguntó Belén algo incomoda.
La experiencia había enseñado al forense que las familias no toman con ningún entusiasmo lo que tenía que explicar a continuación a Belén. Por ello adoptó un tono de voz ajustado a la situación.
-No señora. Cuando el difunto ha fallecido fuera de un centro sanitario, donde está sujeto a controles y la causa del fallecimiento es conocida o no es muy anciano, es preceptivo practicar la autopsia.
-Pero mi Julián estaba en tratamiento. Su salud cada semana empeoraba. – Lamentó Belén.
– Ah. ¿Sí? En ese caso, si tenemos un diagnóstico claro, al cual atribuirle la causa del fallecimiento, quizás sea suficiente.
-Sí señor- Belén se apresuró a sacar del aparador una carpeta de cartón azul, de esas que se cierran con solapas y gomas elásticas. En la cubierta se podía leer escrito con rotulador negro, “Medico Julián”. Presentó al forense un papel que extrajo de la carpeta. -Aquí tiene.
Belén seguía el ir y venir de los ojos del forense según avanzaba en la lectura. El hombre leyó el informe atentamente. Y dibujaba una mueca de fastidio cada vez más acentuada con forme se aproximaba al punto final del diagnóstico.
-Lo siento Belén. Belén es su nombre. ¿Verdad? Esto es un informe en el que se plasma que no ha sido posible de manera concluyente identificar una patología con los síntomas que sufría su marido. Soy consciente del dolor que está usted padeciendo en este momento por la perdida. E igualmente soy consciente de lo desagradable que resulta este trámite para la familia. Y que sus deseos son que los restos de su marido descansen en paz lo antes posible. Pero es necesario. Ya le digo, es un mero trámite. No se va a demorar más de 24 o 48 horas.
Belén lo encajó con disgusto y aparente calma. En su interior acababa de desatarse un seísmo. – ¡Una autopsia! No contaba con ello. Tenía que pensar con rapidez y actuar con más rapidez aún. – Pensó.

Telefoneó a Marta, la antigua cocinera. Nunca habían perdido el contacto y durante los dos últimos años había sido bastante estrecho. Marta se había convertido en la muleta imprescindible para que Belén se mantuviera en pie durante esa época tan difícil.
-Marta, tenemos que hablar.
Belén y Marta, se vieron en una calle céntrica de la ciudad. De esas tan concurridas por público tan variopinto que incluso los más extravagantes pasan desapercibidos. Un prolongado abrazo, precede a la conversación. Pasearon cogidas del brazo. Belén habló del fallecimiento de Julián y de las circunstancias en las que se produjo que creyó convenientes. Le hizo jurar a Marta que se ocuparía del bar y de Julianín hasta que este pudiera hacerse cargo del negocio. Se despidieron con dos besos. Uno de ellos, quizás por los nervios, fue un entrechocar de labios. Ninguna pareció darle importancia. Antes de separarse, Belén le recordó a Marta.
-Te espero mañana a la hora de la apertura.
Con la autopsia, Belén no esperaba que Julián fuera incinerado al día siguiente. No obstante, debía actuar con rapidez, ya que en el mejor de los casos disponía de menos de 24 horas. Al venirle la palabra incineración a la cabeza, esbozó una mueca amarga con vocación de sonrisa. Con la cantidad de alcohol que llevaba el cerdo encima, igual explota el hijo de puta cuando lo metan en el horno. La mueca al fin encontró su vocación realizada en sonrisa. Ese pensamiento la sugirió una idea para sus planes más inmediatos.
En el bar solo estaban los borrachos de siempre, los cuales a la llegada de Belén se deshicieron en elogios para con Julián y pésames mal olientes. Ese día no había partida. Ni nunca más se celebraría. Con la excusa de cerrar cuanto antes, Belén despidió a los clientes con buenos modos ante la mirada perpleja de “la mulata”, que así llamaban los parroquianos a la camarera. Belén le daba instrucciones como si nunca hubiera presenciado la escena que protagonizaron Julián y la mulata hacía dos años.
Con el cierre echado, le pidió a la camarera una cubitera llena de hielo y dos vasos. Tomó una botella de ron y pidió a la mulata que se sentara a beber con ella.
-Tenemos que aclarar algunas cosas. – Dijo Belén con serenidad.
La camarera obedeció algo aterrorizada, más por lo violento e imprevisible de la situación que por el temor a Belén, que procedió a servir dos copas de ron con hielo.
– ¡Bebe! – Espetó Belén.
-Yo no suelo beber señora- respondió la camarera con tono sumiso.
– ¿Ahora, soy señora? ¡Bebe! ¡Bebe te digo! ¡Me lo debes! ¡Me lo debéis los dos! – Esta vez el tono autoritario y tajante de Belén, sí amedrentó a la mulata que dio un pequeño respingo al escuchar la orden.
-Perdón. – Se disculpó Belén. -Ha sido un día muy duro. Por favor bebe conmigo. – Concluyo en tono suave y lastimero.
Tal vez, un sentimiento de culpa ablandó el corazón de la mulata. Esta vez acató la orden casi con agrado.
-Mira, no te voy a decir que aquella noche, no me jodiera lo que vi. Primero me quedé perpleja. Luego os odié con todo mi ser. Más tarde, lloré hasta agotar todas mis lágrimas.
Belén volvió a servir dos copas de ron. La camarera estuvo a punto de rechazar la segunda copa, pero la mirada lánguida de Belén gritaba- necesito alguien que me escuche y comparta mi amargura.
-Belén continuó hablando. – Aunque con el tiempo dejé de odiaros, nunca os perdoné. Simplemente, aprendí a vivir con aquella escena prendida con alfileres en mi vida. Por eso, al cabo de unos meses, dejé de venir al bar. No deseaba que tu gesto socarrón, clavara esos alfileres aún más profundos en mi alma. Al fin y al cabo, supongo que tú le querías como yo. ¿No?
La camarera se quedó tan perpleja ante la pregunta, que no pudo rechazar la tercera copa. Nunca hubiera imaginado que alguien le hiciera esa pregunta. Y menos aún Belén.
-Supongo. Supongo que en el fondo sí. – Dijo dubitativa la mulata. Ni siquiera ella se lo había planteado nunca a sí misma.
Belén entonces, con ojos condescendientes, la comenzó a preguntar cosas sobre su vida anterior en su país.
– ¡Cielos! Ahora que lo pienso, no fui justa contigo. No sé nada de ti. Después de tanto tiempo trabajando con nosotros, no recuerdo… ¡Ni tu nombre! – Dijo Belén sirviendo la cuarta y quinta copa, con la precaución de servirse ella la mitad de lo que servía a la mulata.
– ¡Sé que eres una puta perra! – Estuvo a punto de decir Belén. Pero consiguió reprimir el pensamiento para que no abandonase su cabeza por la boca.
La interrogó sobre su familia. Si tenía hijos. Como fue su infancia en su país. Así como quien no quiere la cosa fueron cayendo las horas y la sexta, séptima y octava copa de ron. Hasta que la mulata cayó desplomada sobre la mesa.

Cuando la camarera recuperó la consciencia, respiraba con dificultad y le dolía todo el cuerpo. En realidad, fue recuperando sensaciones, a fuerza de dolores. Le dolía la cabeza. Sentía hormigueo en todo el cuerpo, los hombros, los tobillos, muñecas, rodillas, la mandíbula. Cuando quiso abrir la boca para desentumecer la mandíbula, no pudo. Tenía algo en la boca. ¡Tenía una manzana en la boca! Por ello la costaba respirar. Por eso y por las ligaduras alrededor de su cuerpo desnudo y suspendido en el aire sobre los fogones de la cocina del bar. Una pregunta le daba vueltas en la cabeza a toda velocidad – ¿Pero? ¿Cómo demonio había llegado su cuerpo hasta allí? – No entendía que estaba ocurriendo. Ni recordaba nada de la noche anterior. -Sintió algo duro y frío entre sus piernas que le presionaba… ¡La vagina! Intentó moverse en vano. En la boca, la manzana se mantenía fija a causa de una mordaza que impedía que la expulsara y así poder gritar.
Por fin la voz de Belén.
– ¿Ya has despertado, puerca? Justo a tiempo para la preparación del plato fuerte del día. ¡Puerca braseada! Y para que no te pierdas nada, me voy a asegurar de que puedas verlo en todo momento. – Dijo mientras cortaba unos pedacitos de cinta americana que colocó fuertemente adosados a los parpados de la mulata, de manera que la impidiera cerrar los ojos.
La camarera no podía creer lo que estaba viviendo. ¿Pero? ¿Cómo coño había llegado en ese estado hasta ahí arriba? Desnuda. Inmovilizada. Colgada horizontalmente sobre planchas y fogones. Menos mal que estaban apagados. La presión que ejercía lo que quisiera que fuera en su vagina, empezaba a ser insoportable. Pero no podía hacer nada para aliviarlo. Fue entonces cuando se percató de que también Marta se encontraba presente. Hacía años que no la veía. Marta estaba echando aceite sobre las manos de Belén y luego al revés. Las cuatro manos comenzaron a embadurnar de aceite todo el cuerpo de la mulata. De no ser por el tremendo dolor, la camarera pensaría que estaba dentro de una pesadilla.
Una vez que toda la piel de la mulata estuvo cubierta de aceite, Marta tomó un bol con rodajas de cebolla y Belén un cuchillo de importantes dimensiones, de esos que llaman cebolleros. Belén inicio una serie de sutiles cortes en la carne de la mulata y los rellenó con una rodaja de cebolla del bol que sostenía Marta. El escozor que comenzó por los muslos fue tremendo. Ahora estaba segura, no era una pesadilla. Luego le siguieron los glúteos, costados, brazos y pechos. Este nuevo martirio la hizo olvidarse de la presión en la vagina. Pero, Belén se encargó de recordárselo dando unos golpecitos con el mango del cuchillo en el espray que había introducido en la vagina de la camarera antes de que recobrara esta el conocimiento.
-Esto que sientes dentro del coño. Puerca. – Dijo Belén mientras continuaba dando toquecitos en el espray con el cuchillo- Es un bote de nata montada. Puerca braseada con nata montada. Suena bien. Cuando el espray alcance la temperatura adecuada reventará rellenando a la puerca de nata. Esto es cocina creativa y no lo que hace Ferran Adriá.
De sobra sabían Marta y Belén que la explosión de espray, lo que haría sería reventar las entrañas de la mulata.
– ¡Marta! ¡Enciende los fogones y la plancha! – Ordenó Belén como si fuera el capitán de un barco que inicia travesía.
-En cambio, Marta le ofreció las cerillas a Belén. -Creo que ese honor, te corresponde a ti Belén.
-Belén lo pensó un segundo y asintió. – Cierto, Marta. Cierto.
Abriendo las espitas, con una cerilla extralarga fue encendiendo los fogones uno por uno a máxima potencia. En cuanto la plancha cobró temperatura, quemó el aceite que había goteado en el proceso de aceitado del cuerpo suspendido de la mulata. El humo que desprendía subía directo a la cara de la camarera, que no podía evitar le entrara en los ojos. La alta temperatura que desprendía la cocina comenzó a calentar el aceite que recubría el cuerpo de la camarera friendo su piel.
– ¡Huy, Belén! ¡Que se nos olvida la sal!
Belén se apresuró a tomar el saco de sal y lanzar puñados sobre la piel cuarteada y en carne viva de la mulata que se retorcía en parte por el tremendo dolor y parte por un vano esfuerzo por liberarse. Para cuando la piel comenzó a agrietarse, la mulata estaba prácticamente inconsciente a causa del humo que inhalaba. Sus ojos a punto de hervir dentro de sus cuencas era otro martirio más. hacía rato que sus lacrimales se habían secado y no manaban más lágrimas que mitigasen del efecto del humo caliente.
De súbito, una explosión y casi al unísono un fuerte golpe, sorprendió a las tres. Aunque, a la mulata prácticamente el sobresalto le duró un instante que dio paso al colapso, quedando inerte colgada sobre los fogones. Ya no se retorcía. Belén miro perpleja a Marta. Esta también miraba con sorpresa a Belén y a la abolladura justo al lado de la cara de esta, que presentaba la puerta de la cámara frigorífica en la que había apoyado la espalda Belén. El intenso calor termino haciendo estallar el espray de nata que habían introducido en la vagina de la mulata. La explosión reventó las entrañas de la martirizada y provocó que la parte del bote que asomaba entre las piernas saliera despedido como un misil contra la cámara frigorífica. A poco, se incrusta en la cabeza de Belén a escasos centímetros de la trayectoria del bote convertido en proyectil.
El sonido aun lejano de las sirenas de bomberos, sacaron del estado irresoluble a las dos amigas. El hedor a carne quemada cuando aún no había despuntado el alba alertó a los vecinos que avisaron a los servicios de emergencia.
Belén se acercó a Marta, la miró a los ojos y la ordenó. -Debes marchar ya. – Se fundieron en un abrazo y apasionado beso en los labios cuyo fin dio paso al ruego de Belén con lágrimas en los ojos -Cuida de Julianín. Te quiero-
Marta se separó dando titubeantes pasos hacia atrás. – ¡Marcha! ¡Y no mires atrás! ¡aligera mujer! – espetó Belén. Bruscamente Marta se giró y salió ligera por la puerta. Como un fantasma entre las ultimas sombras de la noche fue la última vez que Belén vio a Marta en mucho tiempo.
Los primeros bomberos en llegar presenciaron atónitos a Belén sentada tomando una copa y contemplando su obra, el cuerpo churruscado y sin vida de la mulata suspendida sobre los fogones. No pronunció palabra ni durante la detención, ni en el interrogatorio. Quedó como un misterio para el imaginario popular del barrio, cómo una mujer sola había podido suspender sobre la cocina el cuerpo inerte de la camarera. Tan solo se permitió un gesto de asombro, cuando el inspector le informó del resultado de la autopsia. Julián había muerto por causa natural. Una extrañísima enfermedad que solo se detectó una vez muerto porque una toxina, parecida a la que contiene la adelfa, había enmascarado la afección. El inspector explico que la autopsia dictaminó en primera instancia que la causa de la muerte era la ingesta este agente químico glicósido, pero un examen más profundo concluyo que la cantidad encontrada en el cuerpo de Julián no era ni siquiera cercana a la necesaria para producir el fallecimiento de este.
-Así que con esta amarga historia el destino se burló de la madre de Julianín. – Dijo Sandra- En cierto sentido contribuyó al fallecimiento de Julián, pero no fue ella quien lo mató. Si no hubiera asesinado a la mulata, jamás habría pisado la cárcel. Si bien estuvo internada en el módulo psiquiátrico toda la condena. Los peritos dictaminaron que el fallecimiento de Julián desató en Belén un acceso esquizofrénico paranoico, ya que sospechaba infundadamente que su marido tenía una aventura con la empleada como camarera en el bar.
– ¿Cómo demonios conoces tú, pelos y señales de la historia?
-Aunque él no lo sabe, Julianín es mi hermano. -La afirmación de Sandra sonó como un escopetazo en la cabeza de Luis- Cuando Marta dejó el Bar Julián para trabajar en otro local, iba embarazada de mí. Uno de los motivos por el cual resolvió abandonar el barrio fue ese. Una noche al cierre, durante la temporada que Belén cuidaba de Julianín durante sus primeros meses de vida, Julián violó a Marta en el bar. Marta, calló por miedo a que se pensara que, con oscuras intenciones, ella sedujo a Julián aprovechando la ausencia de Belén. Al fin y al cabo, Julián era un respetable comerciante muy popular en el barrio.
– ¿Qué ocurrió con Marta? ¿No la detuvieron? ¿Cómo encajó Belén que Julián fuera tu padre? ¿Eran lesbianas? – El relato había espoleado aún más si cabe la curiosidad de Luis.
– Calma Luis, yo te explicaré. Marta no le habló de la violación, ni de mi parentesco con Julianín hasta que Belén no comenzó a desahogarse con ella por el comportamiento de Julián y sus aventuras con la mulata. Cuando Marta se sinceró, Belén, la vio como una victima más del monstruo en el que se había convertido su marido. No solo eran buenas amigas, ahora empatizaban como damnificadas de las tropelías de Julián. No, no eran lesbianas. Simplemente el tiempo, compartir sentimientos, desdichas y el deseo de resarcir o vengar de manera alguna en la persona de Julián toda la bilis tragada en silencio durante tanto tiempo, hizo florecer el cariño entre las dos amigas. Como no concebían que otra persona y menos aún masculina, les brindara comprensión, este cariño desembocó en amor, yaciendo por fin envueltas entre sábanas de ternura. Cuando el sexo entre iguales entró en sus vidas, no es que se convirtieran en lesbianas. Es que Belén se convirtió en “Martista” y Marta en “Belenista”. Así Belén comenzó a fraguar su plan. Acurrucada una junto a la otra empapadas en el sudor de la pasión, fantaseaban con la muerte de Julián mientras miraban al techo. En principio la mulata no debía morir. Para que nadie sospechara tenían que dejar pasar tiempo entre el fallecimiento de Julián, aparentemente natural, y la muerte de la mulata. Pero Belén entro en pánico cuando pensó que se descubriría en la autopsia que ella había estado envenenando a su marido. La idea de que ella fuera a la cárcel y la mulata eludiera su castigo la creó una ansiedad tal, que cometió el fatal error de precipitarse en sus actos. Marta cumplió con la parte del trato. Cuidó de Julianín como si fuera su propio hijo. Como un hermano para mí que lo es, aunque oculto para él. Cuando 20 años después los doctores dictaminaron que no había peligro para la sociedad, Belén recobró la libertad. Pero la desdicha se volvió a cebar con ellas 6 meses después. A Marta la diagnosticaron un cáncer bastante avanzado. La metástasis hacía inútil la cirugía y la quimioterapia se manifestaba con agresivos efectos secundarios. Los doctores estimaron para Marta una expectativa de vida de 12 meses, 15 si el tratamiento era efectivo. 20 meses después el cáncer venció a una Marta consumida por el agotamiento y atiborrada de calmantes para el dolor.

Luis caminaba junto a Sandra preso de una fascinación por la historia escuchada solo comparable a la fascinación que le producían los abultados pechos de Sandra bajo la gabardina. Y en ese trance hubiera continuado de no ser porque Sandra se detuvo junto a un portal diciendo- ¡Pues, ya hemos llegado!
Alzando la vista, Luis contempló la fachada del edificio. No destacaba sobre las demás construcciones del barrio, unas lucían fachadas más limpias y cuidadas que otras. De tres a cuatro alturas. No presentaban ventanas, si no hileras de minúsculos balcones con barandillas de forjado negro. Tras ellas, los ventanales con marcos de madera del suelo hasta casi el techo. Y tras los cristales, dos visillos blancos adornados con encajes y ribeteados, ajustados a cada lado del ventanal con ceñidores para dar más claridad al interior de la estancia. Fue deslizando la mirada desde los canecillos de la cornisa saltando de balcón en desconchón de la fachada hasta detenerse en los ojos de Sandra. De nuevo su inseguridad le hizo dudar aparentando cierto aspecto de timidez. Y una vez más, la apisonadora Sandra con su paso firme y resuelto tomó la iniciativa, sacando del punto muerto la situación. – ¿Quieres subir y tomamos una copa? También te puedo preparar un café si lo prefieres. – Concluyo la invitación con un ligero toque de sorna.
– ¡Claro, encantado! ¿Seguro que no es molestia? – Se esforzó Luis por mostrarse educado y que no le hiciera perder la compostura la ansiedad por conocer más en profundidad a su anfitriona.
Sandra sacó del bolso un pequeño manojo de llaves que destellaron al mismo ritmo que tintineaban entre sus dedos antes de encontrar la adecuada para la cerradura de la pesada puerta de forja del portal. Luis galantemente ayudó a Sandra a sujetar la puerta para que ella con una sola mano pudiera sacar la llave de la cerradura, la intemperie y el óxido provocaban que costara un poco recuperar la llave. Esa maniobra propició la oportunidad para que Luis se acercara lo suficiente como para saborear el aroma del perfume de Sandra.
Sandra comenzó la escalada de los vetustos escalones desiguales de madera quejicosa y desgastada. Tras ella, Luis, fascinado con el tacto suave de la barandilla barnizada construía paralelismos imaginarios entre esta y la piel de los pechos de Sandra. Con cada escalón que crujía bajo sus pies aumentaba su excitación por desvelar el gran misterio que esa noche estaba determinado a saborear. Como un crio ante un huevo de chocolate con sorpresa, fantaseaba sobre los pezones de Sandra. Serían como fresas, duros y pronunciados. Quizás extensos con una gran aureola. Después de conocer su historia, por un momento pensó que Sandra podía ser la pareja ideal. La única que pudiera brindarle comprensión. Además, en aquella nueva ciudad estaba limpio. Aún no había recolectado ningún trofeo. Pero como pompa de jabón la duda se desintegró en la nada. Lo que sí tenía seguro es que una vez extirpados, los pezones de Sandra ocuparían un lugar preferente en su colección.

Ajena a los pensamientos de Luis, Sandra continuaba subiendo escalón tras escalón. Mucho menos agitada que Luis, también albergaba alguna duda. Aunque, Luis realmente era un desconocido del que apenas sabía que le servía el café todas las mañanas, ahora estaba a punto de meterlo en su casa. Pero en realidad la duda se limitaba a decidir si le envenenaría antes o después. El ultimo mindundi le vomitó encima mientras se la follaba.

 

 

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