Señora Domi.

CUENTOS SUICIDAS IV

-Anda, ve donde la señora Domi y llévala estas cortinas. Quizás le valgan para la ventana de su cocina que es igual de grande que la nuestra

Seguramente esa fuese la última vez que mi madre me mandara ir donde «la Domi». Esa noche dormiríamos en la casa nueva. Mi hermano y yo estábamos impacientes por mudarnos. Éramos la última familia que quedaba por reubicar del “poblado de las casas hechas de noche”. Bueno, nosotros y la señora Domi. Según se fueron mudando los demás vecinos, cada día el poblado era más aburrido. Y los últimos días tediosos, ya que no quedaba ningún chaval de la pandilla con quien jugar.

El poblado se llamaba así porque familias humildes, con escasos recursos se asentaban allí a golpe de construir la casa en una sola noche. Para cuando los municipales se percataban de la presencia de una nueva chabola, ya era tarde para echarlos, pues en la familia siempre solía haber un menor y eso evitaba el desahucio inmediato. Este se podía alargar décadas, ya que se trataba de terrenos baldíos y los propietarios muchas de las veces ni se enteraban, o simplemente el coste de los tramites era muy superior a lo que valían. Para hacerse una idea de lo que se podía prolongar en el tiempo la reclamación, decir que la señora Domi fue la primera en asentarse allí con su marido. Hoy viuda, hace años que vive sola ya que sus hijos hace largo tiempo que no pisan el poblado. Y será la última en salir. Rechazó una nueva vivienda social que le ofreció el ayuntamiento. Cada día que despedíamos a algún vecino al que ya le habían asignado nueva vivienda, ella siempre relataba que pronto vendría alguno de sus hijos para acogerla en su casa.

El realojo comenzó después de muchas manifestaciones, idas y venidas al ayuntamiento. De muchas visitas de diputados autonómicos, incluso de algún candidato a la presidencia del gobierno. En realidad, solo se puso en marcha el plan cuando a causa de la expansión de la burbuja inmobiliaria el precio del suelo edificable superaba con creces el coste del realojo (expropiaciones, subvenciones y mordidas incluidas) y además generaba brutales beneficios a los promotores. Para entonces muchos no conocíamos otro hogar que el poblado. Calles sin siquiera adoquinar, dominadas por el barro cuando llovía. Lluvia que hacía las delicias de los chavales que con barcos de papel jugábamos en las escorrentías. Las mismas escorrentías que en verano odiábamos por fastidiarnos el gol de la victoria por un mal bote del balón.

Una fuente pública abastecía de agua a todo el poblado. Era un monolito de piedra, con un grifo de latón que abría por presión y que solo podían accionar los mayores o “Urtain”. Estaba ubicada en lo más alto del poblado, lindando ya con la civilización. A veces algunos vecinos para llenar barrenos enormes donde lavar la ropa o fregar los cacharros, tiraban mangueras desde el caño para no tener que acarrear con el agua arriba y abajo. Algunos, los más mañosos instalaron en lo alto de las cubiertas un par de bidones metálicos de 200 litros de esos que antes habían contenido aceite para motor. Conectados a una elemental instalación de fontanería abastecía toda la casa. Incluso al inodoro que de inodoro tenía poco ya que era una taza turca.

La casa de la señora Domi era la que mejor acondicionada estaba, ya que como digo fueron los primeros en instalarse allí. Vinieron desde Italia, de la Calabria según escuché una vez a mis padres. De hecho, la señora Domi no se llamaba así. Los chavales creíamos que ese nombre era un apodo por las «enormes domingas» que tenía. Pero en realidad su nombre era Doménica. El marido era un tipo muy reservado. De piel curtida y morena, pelo negro siempre engomado, mirada penetrante con un bigotillo estrecho que le recorría todo el labio. Al principio, se veía que traían pesadas cajas de madera marcadas con una serie de números y letras en pintura negra y  cuyo contenido siempre fue un misterio para nosotros. Luego, comenzaron las ausencias cada vez más largas del patriarca. Hasta que un día tras una visita de unos señores trajeados llegados en un coche oscuro, dejamos de ver por el poblado al marido de la señora Domi. Para entonces, hacía tiempo que no vivían en la casa familiar los dos hijos que con ellos llegaron y que entonces según mis padres contaban 13 y 11 años. Apenas tuvimos trato con ellos, al ser mayores se relacionaban poco. Hacían su vida fuera del poblado y apenas cumplida la mayoría de edad desaparecieron. Unos «piezas» según comentaban las habladurías del poblado. Alguna vez, muy de vez en cuando, coincidiendo con los periodos de ausencia del padre, sobre todo una vez que desapareció, se dejaban ver por el poblado para visitar a su madre en maqueados coches de alta gama que hacían las delicias de la chavalería. Aunque el tiempo entre visitas se fue alargando hasta el punto de que no recuerdo cuando fue la última. También dejaron de visitar a la señora Domi los misteriosos hombres de los coches oscuros. Decían los chavales que se trataba de la policía secreta. Aunque a mi me extrañaba que los secreta tuvieran acento italiano. Mis padres tampoco aclararon mucho sobre este tema, pues los mayores omitían cualquier comentario al respecto. Simplemente callaban y cambiaban de tema.

Por fin llegué a casa de la señora Domi, la puerta abierta como siempre. Según entré grite – ¡Señora Domi, Señora Domi! –

 Ella solía hacer la vida en el patio trasero, muy fresquito en verano. Al pie de las tapias crecían hermosos rosales de diferentes colores. En el centro, lo que ahora era una gran higuera fue lo primero que plantó su marido en el patio cuando llegaron.

– ¡Señora Domi! –  Volví a gritar -Le traigo unas cortinas de parte de mi madre.

Me dirigí al patio y como era de esperar allí estaba. Solo que esta vez la silla de madera de patas torneadas y cáñamo estaba tirada a sus pies. Ella colgaba de la higuera mediante una gruesa soga que rodeaba su cuello. La cabeza ladeada, la lengua fuera de la boca con los ojos que parecían querer abandonar la cara amoratada. Esa cara que, junto con los brazos inertes, los pies suspendidos bajo el faldón negro y sus enormes tetas, que cobraron una apariencia grosera, conformaron un conjunto grotesco.

Después de contemplar la escena durante unos segundos, me encogí de hombros, dejé las cortinas sobre una mesa camilla y volví a la carrera a mi casa, donde mis padres cargaban los últimos enseres en el coche.

– ¿Qué te ha dicho la señora Domi? – preguntó mi madre.

– Nada- Conteste. No fuera que aquella situación fastidiara el traslado en el último momento. Técnicamente no mentí.

-Pobre mujer. Debe ser duro para ella. – Comentó mi padre mientras giraba la llave de arranque del coche.

-Sí. Tenía mala cara. –  Concluí. Esta vez, tampoco mentí.

Y POR FIN SILENCIO

CUENTOS SUICIDAS III

-¿Cómo me has encontrado?

-No te he encontrado. Ya estaba aquí.

-¿Cómo me has encontrado?

-De verdad. Yo ya estaba aquí.

-Intento olvidarme de ti ¿y quieres que crea que me encuentro contigo por casualidad?

-No sé. Tu sabrás Yo solo estaba aquí.

-¿Es que no voy a poder librarme de ti nunca?

-No sé. Solo estoy donde debo estar. ¿Qué culpa tengo yo?

-Ya veo. ¿Por qué no me dejas en paz y me olvidas?

-¿Por qué dices eso? Yo no te hago nada. Simplemente estoy donde debo estar.

-Porque siempre me estas recordando mis putos errores. Siempre me estás recordando cuándo y en que me equivoqué. Don Perfección siempre dejándome en ridículo delante de todos. Recordándome a todas horas lo mediocre que soy.

-¿Perdona? ¿Yo? No. Eres tú el que siempre sacas los temas a colación. Sin venir a cuento. Y no soy Don Perfección ¿Qué culpa tengo yo? De tus ridículos y que pienses que todo el mundo te mira. Que pienses que a todo el mundo le importa lo que haces.

-Quizás tienes razón. Haga lo que haga a nadie le importa. Solo a ti y a mí.

-A mi tampoco te creas que mucho. Solo que siempre estoy por medio.

-¿Ves como me persigues para hacerme la vida imposible?

-Joder que coñazo de tío. Siempre de víctima. De pobrecito. ¿Qué quieres que haga?

-Que me dejes en paz de una puta vez.

-Eso es tu problema. Te repito que yo solo estoy donde debo estar.

-¿No podré librarme nunca de ti?

-Sinceramente, me temo que no. Que eso depende de ti. Y no creo que seas capaz.

-Veras como sí.

-En el mejor de los casos me librarás a mí de ti.

-Te odio. Eres deleznable.

-Tanto como tú.

-Se acabó. Voy a acabar con esta relación de una puñetera vez. No me vas a molestar nunca.

-No creo que te atrevas, ni que seas capaz.

-¿Quieres ver cómo sí?

-Tú mismo. Vas a volver a quedar como un imbécil. Un pobre idiota.

-Me da igual. No volveré a escucharte jamás.

Tras un brusco volantazo, lo último que escucho Juan fue un gran estruendo de chapa retorciéndose y cristales saltando por doquier. Durante unos breves segundos sintió la sangre caliente brotando de su pecho atravesado por un hierro que no alcanzó a identificar. Después oscuridad y silencio. Por fin silencio.

NÁUFRAGOS.

CUENTOS SUICIDAS II

Un náufrago aferrado a una tabla. Así empujaba la silla de ruedas Navia. Sonriente, orgullosa de su hijo Antón, demostrando en ese océano de extraños, que no necesitaba de nadie para sacarlo adelante. Entre tanto, Antón, ausente, babeante con cuello y manos retorcidas, mirada al techo balanceando la cabeza sin sentido. Ajeno a que su marasmo era lo que empujaba a Navia y esta a su vez la silla de Antón. 

Para cuando el padre de Antón los abandonó, Navia había hecho de Antón “su causa”. Sola, con un hijo con parálisis cerebral que sacar adelante, negó autocompadecerse aceptando la tragedia como si fuera una bendición divina. Más aún cuando su familia le ofrecía ayuda económica para internar a Antón en un centro especializado, donde tendría las mejores las atenciones, Navia contestaba mirando a Antón con devoción – Que mejor atención que el amor de una madre-

Ni la actitud malevolente de su familia, ni si quiera cuando salió con los resultados del TAC del Centro Oncológico De Galicia, pudieron borrar su sonrisa ni hacer flaquear su determinación. Aunque lo que si le flaqueaba era el pecho. Cada atardecer al volver a casa la Cuesta de la Palloza le parecía más empinada. Al principio culminaba calle jadeante. Más tarde se detenía a mitad de camino para al menos recobrar el resuello. Según avanzaba el otoño y la bestia que la devoraba por dentro, se detenía varias veces para vencer el Tourmalet en que se había convertido su calle. Con la espalda doblada sobre el estómago, la frente apoyada sobre alguno de los hombros de Antón y las manos aferradas con fuerza a las empuñaduras de la silla de ruedas lucha Navia por exhalar al bicho. Como mucho, un leve esputo sanguinolento. Eso la recuerda que, aunque culmine la gesta hoy, la batalla está perdida. Aun así mira a lo alto de la calle y sonríe. Mira al cielo buscando la confirmación del atardecer en las nubes asalmonadas. Busca con la mirada la parada de taxi que hay tras ella un poco más abajo y emprende la retirada. No, no se trata de una rendición. Es un cambio de estrategia. Aún tiene un plan antes de claudicar. A pesar de que la playa de Santa Cristina está a tiro de piedra desde A Coruña, separada por la Ría do Burgo, durante el trayecto en taxi hasta el Paseo Marítimo de Oleiros tuvo tiempo de reflexionar sobre las palabras de su Oncólogo. Cáncer pulmonar de células pequeñas. Rápido, inexorable, disperso por su pecho. Vamos, un magnifico cabrón. ¡Joder con las células pequeñas! Por lo visto esa era la dificultad. Un cáncer de células no pequeñas suele formar tumores compactos que tratados a tiempo con cirugía y acompañados algunas sesiones de quimio o radioterapia pudiera tener solución satisfactoria. Pero a ella, como casi todo es su vida, la tocó bailar con la más fea. Y como todo en su vida lo afrontó como un desafío vital. Para colmo el cáncer había empezado a diseminarse por otros órganos de su cuerpo.

 

No soportaría la idea de dejar a Antón al cuidado de otros, ni que ella le faltara, por más que su familia insistiera que Antón no se enteraba de nada y que mejor estaría en un centro especial. Cuando la brisa marina en el rostro la sacó de sus pensamientos, el taxista ya había sacado del maletero la silla de ruedas de Antón y acomodado al muchacho en ella. Pagó la carrera y le dejo de propina todo el efectivo que portaba en el monedero. Sorprendido el taxista dijo -Pero, señora esto es exagerado, me da usted más del doble de lo que cuesta la carrera-

Navia repara en un piloto trasero del vehículo que está algo rajado, incluso tiene un agujero por el que se cuela el agua de lluvia anegando su interior hasta la altura de la bombilla. Se ausenta en sus pensamientos de nuevo a penas un segundo. Y contesta. -Ha sido usted muy amable. Así podrá usted reparar esa tulipa del piloto antes de que le ocasione una avería mayor-

El taxista asombrado, piensa que Dios le ha venido a ver en forma de Navia. Su mujer en paro desde hacía ya 4 años. Tambien su único hijo que fue desahuciado por no pagar la hipoteca y que junto a su esposa y un par de pequeños acogieron en su casa. Para mantener la familia tuvo estirar lo más posible lo que sacaba del taxi y reducir los gastos hasta incluso poner el seguro del coche a terceros. Razón tenía Navia. Repondría la tulipa del piloto mañana mismo. Agradecido, el taxista le dijo a Navia que como igualmente tenía que volver a A Coruña, no la cobraría nada por llevarla de vuelta y si quería podía esperar.

-No, muchas gracias, marche usted tranquilo. Vivo aquí cerca -mintió- y me gusta pasear junto a la playa.

No sin dificultad Navia consiguió empujar la silla de ruedas por la playa hasta que llego a la zona de la que el agua hacía unos minutos se había retirado y la arena se presentaba más compacta y transitable para la silla de Antón.
Los mariscadores se afanaban en su tarea rastrillando el fondo marino que la pleamar dejó al descubierto. En un breve comenzaría el mar a cobrarse su porción de playa hasta la pleamar, a eso de las 4 de la madrugada. Para entonces los mariscadores haría rato que se habrían retirado, no sin antes alguno advertir a Navia que guardase cuidado, que esa noche se esperaba que la pleamar alcanzara los 2 metros. No fuera que se viera sorprendida por la sigilosa subida del nivel de la mar y con la silla de ruedas no pudiera regresar a tiempo. Pero ella ya lo sabía. Había consultado las mareas para esa noche y para todo el mes en una web especializada en mareas.
Con discreción acomodó en el regazo de Antón dos rocas que encontró sueltas y siguió empujando la silla hacia la orilla hasta que sus pulmones se lo permitieron. Para entonces las ruedas de la silla se clavaron en la arena húmeda. Eso significaba que la marea comenzaba de nuevo su ritual y que antes del alba los cubriría por completo si no salían de allí a tiempo.
Saco de su bolso unos grilletes. Pertenecieron a su padre, guardia civil destinado en la comandancia de A Coruña. Cuando murió quedo con todas las pertenencias de él, incluido uniforme de gala y algunas cosas como aquellos grilletes de los que nunca encontró la llave. Los ajusto a su muñeca una de las quijadas, la otra la cerró abrazando una de las ruedas de la silla de Antón. Abarloada junto a su hijo, al que momentos antes cubrió con una mantita de viaje para protegerlo del frio, comenzó a relatarle historias de marineros.
A la mañana siguiente, la bajamar dejó al descubierto los cuerpos sin vida, Antón en su silla, esta vez tumbada sobre la arena y Navia aferrada a ella como un náufrago a su tabla.

Y Manuel fue pájaro.

CUENTOS SUICIDAS I

Parco en palabras. A penas un educado “buenas noches” cuando realiza el relevo en el edificio España desde hace 8 años. Custodiar un edificio abandonado es velar un difunto. Espeso silencio, levemente roto por algún sollozo de la barandilla de una escalera, que le lleva media noche recorrer hasta la azotea. 26 pisos. En cada uno de ellos le asalta un recuerdo de su vida. A veces amables recuerdos, otros son remordimientos, los más son tragos amargos que solo alguna rata que le sorprende en su camino puede disipar.

Ya en lo más alto. En el alfeizar de la cornisa, halconado otea la noche madrileña. El viento en su cara. En la altura se siente seguro. Ningún minúsculo puntito puede alcanzarle, ni hacer daño desde allí abajo. Manuel, desde chico siempre quiso ser pájaro. Ausentarse del mundo y observarlo libre desde fuera. Con lágrimas en los ojos recordó que aquella era la última noche que presenciaría esa escena. Tras la venta del edificio, a la mañana siguiente comenzarían las obras.

Callejero luminoso a sus pies, las farolas y neones dibujan un mapa espectacular. Gran Vía a la izquierda, Princesa a su derecha. Al frente una gran masa oscura, desgarrada por los destellos del Parque de Atracciones de la Casa de Campo. Vuelven ahora los recuerdos del piso 18, momentos de su niñez y la excitación con la que vivía las visitas al Parque de Atracciones. Como fueron cambiando sus preferencias con la edad. Del Carrusel de caballos blancos y dorados cuando era muy niño, al endiablado Enterprise, cuando la adolescencia le enseño a valorar lo bueno de ocupar la parte delantera de la cabina cuando iba con alguna chica de la pandilla, la velocidad de la atracción se ocupaba de que pudiera sentir nítidamente en la espalda los puñales de la chavala que ocupaba la plaza trasera.

La sirena de una ambulancia que gira a toda velocidad hacia San Vicente revienta la pompa de jabón en la que estaba sumergido tal y como si le hubieran dado una patada en los cojones. Eran muchos los años que habían pasado desde la última vez que sintió emociones parecidas. Ahora solo siente rabia. Rabia por el tiempo gastado, como gastado su espíritu zurcido a parches de tela vaquera. Más rabia siente aún. Los jóvenes de hoy compran sus tejanos con remiendos y desgarrones incluidos. Ignorantes engreídos. ¿Acaso pueden elegir cicatrices de diseño en su alma?


Ahora son sus propias cicatrices las que escuecen en su alma. Intenta poner en orden cual de todas fue la herida más profunda. Cierra los ojos con fuerza intentando que no se le escape la imagen de su retina. Hoy solo le queda su edificio. Con el que tantas noches ha compartido. Quizás no sea la herida más profunda, pero si la última que podía soportar. Inspira profundamente hasta casi reventarle el pecho. Se le acelera el pulso. El corazón desbocado en la sien. Y por fin, Manuel fue pájaro.

 

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