Ninguno de los dos deseaba estar allí en ese momento. Ni en ese, ni en ningún otro. Sin embargo, allí estaban. Porque quisieron ir. Ambos por necesidad.
Ella recuerda el olor a humedad de aquel cuartucho sin ventanas. En aquella estancia, sobre un colchón mugriento, a esas horas duermen sus dos hijos apenas cubiertos con una roída y vieja colcha. Ese recuerdo la hace ignorar el olor agrio a sudor y en ocasiones a orín que hasta su piel arrastran los clientes.
Él se dice a sí mismo, que solo busca sexo rápido y conciso, sin complicaciones. En realidad, lo que necesita es afecto. Necesita esas caricias, sentir piel ajena, miradas de deseo lascivo, aunque fingidas. Quizás porque sabe del engaño, vuelve a casa envuelto en una profunda tristeza. Lo que más le turba es la mirada melancólica de ella esbozando media sonrisa mientras cabalga sobre él.
Ella anota uno más en su cuenta. Un nuevo tintineo de monedas al caer en la hucha en la que ahorra con la esperanza de, algún día, poder comprar su dignidad. Por ello no se permite rechazar cliente alguno. Claro que, a muchos, los más desagradables, no por aspecto o edad, si no por trato, se los quita de encima con un par de expertos golpes de cadera. A otros, los que la tratan con más educación, los regala una interpretación extra de excitación y orgasmo. Un cliente satisfecho suele repetir. Eso asegura el futuro del negocio y además el trabajo bien hecho eleva la autoestima.
Él es uno de ellos. La trata con respeto, incluso cariño. La manosea, sí, pero con ternura. Incluso la posee con pasión. Porque además de necesitar cariño, necesita amar. Necesita sentir la vida fluir por su cuerpo y “amar”.
Ella, tan solo con él se permite un amago de goce sincero, rápidamente truncado con una mirada melancólica y media sonrisa que imperceptiblemente susurra. – ¿Por qué no tendré yo un hombre como él?
Ambos no deseaban estar allí. Sin embargo, ambos se necesitaban. Quizás en otro lugar… Pero estaban allí.