NÁUFRAGOS.

CUENTOS SUICIDAS II

Un náufrago aferrado a una tabla. Así empujaba la silla de ruedas Navia. Sonriente, orgullosa de su hijo Antón, demostrando en ese océano de extraños, que no necesitaba de nadie para sacarlo adelante. Entre tanto, Antón, ausente, babeante con cuello y manos retorcidas, mirada al techo balanceando la cabeza sin sentido. Ajeno a que su marasmo era lo que empujaba a Navia y esta a su vez la silla de Antón. 

Para cuando el padre de Antón los abandonó, Navia había hecho de Antón “su causa”. Sola, con un hijo con parálisis cerebral que sacar adelante, negó autocompadecerse aceptando la tragedia como si fuera una bendición divina. Más aún cuando su familia le ofrecía ayuda económica para internar a Antón en un centro especializado, donde tendría las mejores las atenciones, Navia contestaba mirando a Antón con devoción – Que mejor atención que el amor de una madre-

Ni la actitud malevolente de su familia, ni si quiera cuando salió con los resultados del TAC del Centro Oncológico De Galicia, pudieron borrar su sonrisa ni hacer flaquear su determinación. Aunque lo que si le flaqueaba era el pecho. Cada atardecer al volver a casa la Cuesta de la Palloza le parecía más empinada. Al principio culminaba calle jadeante. Más tarde se detenía a mitad de camino para al menos recobrar el resuello. Según avanzaba el otoño y la bestia que la devoraba por dentro, se detenía varias veces para vencer el Tourmalet en que se había convertido su calle. Con la espalda doblada sobre el estómago, la frente apoyada sobre alguno de los hombros de Antón y las manos aferradas con fuerza a las empuñaduras de la silla de ruedas lucha Navia por exhalar al bicho. Como mucho, un leve esputo sanguinolento. Eso la recuerda que, aunque culmine la gesta hoy, la batalla está perdida. Aun así mira a lo alto de la calle y sonríe. Mira al cielo buscando la confirmación del atardecer en las nubes asalmonadas. Busca con la mirada la parada de taxi que hay tras ella un poco más abajo y emprende la retirada. No, no se trata de una rendición. Es un cambio de estrategia. Aún tiene un plan antes de claudicar. A pesar de que la playa de Santa Cristina está a tiro de piedra desde A Coruña, separada por la Ría do Burgo, durante el trayecto en taxi hasta el Paseo Marítimo de Oleiros tuvo tiempo de reflexionar sobre las palabras de su Oncólogo. Cáncer pulmonar de células pequeñas. Rápido, inexorable, disperso por su pecho. Vamos, un magnifico cabrón. ¡Joder con las células pequeñas! Por lo visto esa era la dificultad. Un cáncer de células no pequeñas suele formar tumores compactos que tratados a tiempo con cirugía y acompañados algunas sesiones de quimio o radioterapia pudiera tener solución satisfactoria. Pero a ella, como casi todo es su vida, la tocó bailar con la más fea. Y como todo en su vida lo afrontó como un desafío vital. Para colmo el cáncer había empezado a diseminarse por otros órganos de su cuerpo.

 

No soportaría la idea de dejar a Antón al cuidado de otros, ni que ella le faltara, por más que su familia insistiera que Antón no se enteraba de nada y que mejor estaría en un centro especial. Cuando la brisa marina en el rostro la sacó de sus pensamientos, el taxista ya había sacado del maletero la silla de ruedas de Antón y acomodado al muchacho en ella. Pagó la carrera y le dejo de propina todo el efectivo que portaba en el monedero. Sorprendido el taxista dijo -Pero, señora esto es exagerado, me da usted más del doble de lo que cuesta la carrera-

Navia repara en un piloto trasero del vehículo que está algo rajado, incluso tiene un agujero por el que se cuela el agua de lluvia anegando su interior hasta la altura de la bombilla. Se ausenta en sus pensamientos de nuevo a penas un segundo. Y contesta. -Ha sido usted muy amable. Así podrá usted reparar esa tulipa del piloto antes de que le ocasione una avería mayor-

El taxista asombrado, piensa que Dios le ha venido a ver en forma de Navia. Su mujer en paro desde hacía ya 4 años. Tambien su único hijo que fue desahuciado por no pagar la hipoteca y que junto a su esposa y un par de pequeños acogieron en su casa. Para mantener la familia tuvo estirar lo más posible lo que sacaba del taxi y reducir los gastos hasta incluso poner el seguro del coche a terceros. Razón tenía Navia. Repondría la tulipa del piloto mañana mismo. Agradecido, el taxista le dijo a Navia que como igualmente tenía que volver a A Coruña, no la cobraría nada por llevarla de vuelta y si quería podía esperar.

-No, muchas gracias, marche usted tranquilo. Vivo aquí cerca -mintió- y me gusta pasear junto a la playa.

No sin dificultad Navia consiguió empujar la silla de ruedas por la playa hasta que llego a la zona de la que el agua hacía unos minutos se había retirado y la arena se presentaba más compacta y transitable para la silla de Antón.
Los mariscadores se afanaban en su tarea rastrillando el fondo marino que la pleamar dejó al descubierto. En un breve comenzaría el mar a cobrarse su porción de playa hasta la pleamar, a eso de las 4 de la madrugada. Para entonces los mariscadores haría rato que se habrían retirado, no sin antes alguno advertir a Navia que guardase cuidado, que esa noche se esperaba que la pleamar alcanzara los 2 metros. No fuera que se viera sorprendida por la sigilosa subida del nivel de la mar y con la silla de ruedas no pudiera regresar a tiempo. Pero ella ya lo sabía. Había consultado las mareas para esa noche y para todo el mes en una web especializada en mareas.
Con discreción acomodó en el regazo de Antón dos rocas que encontró sueltas y siguió empujando la silla hacia la orilla hasta que sus pulmones se lo permitieron. Para entonces las ruedas de la silla se clavaron en la arena húmeda. Eso significaba que la marea comenzaba de nuevo su ritual y que antes del alba los cubriría por completo si no salían de allí a tiempo.
Saco de su bolso unos grilletes. Pertenecieron a su padre, guardia civil destinado en la comandancia de A Coruña. Cuando murió quedo con todas las pertenencias de él, incluido uniforme de gala y algunas cosas como aquellos grilletes de los que nunca encontró la llave. Los ajusto a su muñeca una de las quijadas, la otra la cerró abrazando una de las ruedas de la silla de Antón. Abarloada junto a su hijo, al que momentos antes cubrió con una mantita de viaje para protegerlo del frio, comenzó a relatarle historias de marineros.
A la mañana siguiente, la bajamar dejó al descubierto los cuerpos sin vida, Antón en su silla, esta vez tumbada sobre la arena y Navia aferrada a ella como un náufrago a su tabla.

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